Pedro Miguel
Salwa Hassan
El sábado pasado en la localidad de Rafah, en la
franja de Gaza, los soldados de Israel, en ejercicio del legítimo
derecho a la defensa de su integridad física y de su país
(por algo el operativo se llama Muro defensivo), mataron
a balazos a una peligrosa terrorista palestina de nombre Salwa Hassan.
Fue sólo un incidente en la vasta carnicería
que tiene lugar en Medio Oriente en los días que corren, pero de
esos pequeños episodios se nutre la inmensa victoria política,
moral y militar que está forjando el primer ministro israelí,
Ariel Sharon, en su guerra contra el terrorismo palestino y en su determinación
por acabar de raíz con el eje del mal en su versión de los
kamikazes sangrientos que pululan por Ramallah, Nablus, Belén
y Gaza. No hay mejor manera de impedir un atentado que matar a su autora
potencial cuando ésta acaba de cumplir seis años, como era
el caso de Salwa, aflojar un poco la censura de prensa y procurar, de esa
forma, que el cuerpo flácido de la enemiga sea exhibido en los medios
del mundo por las agencias de prensa: un escarmiento redondo.
Sería injusto, dicho sea de paso, negarle al gobierno
de Estados Unidos -que ha aceptado incorporar esa matanza como un capítulo
(o un frente) más de su guerra mundial contra los malvados- su crédito
y su mérito en esa pequeña, pero significativa, victoria
contra el terrorismo.
El discurso oficial sostiene que esta actividad
criminal es dirigida, en la región que nos ocupa, por un hombre
de más de 70 años, privado de comida, agua, luz eléctrica,
telecomunicaciones y escapatoria, que deambula como un fantasma de sí
mismo por las ruinas y corredores derrumbados de su cuartel general, y
cuya silueta triste está siempre en las miras infrarrojas y en los
apuntadores láser de los soldados israelíes que rodean el
sitio. Esa versión, un tanto metafísica, ha empezado a perder
adeptos. Parece más lógico suponer que el ectoplasma de Yasser
Arafat ha migrado a todos y cada uno de los palestinos que aún permanecen
vivos. Tal vez por eso, los ocupantes de Ramallah han perdido interés
en cobrar la vida del viejo dirigente y se concentran, ahora, en exterminar
a cuanto ser viviente se encuentran por las calles o en el interior de
los hogares.
Independientemente de que Arafat se encuentre, o
no, a la cabeza del terror, las tropas de Israel están haciendo
el milagro de la multiplicación de los terroristas. Esta ocupación
es, en realidad, una cuidadosa y programada siembra de odio en el corazón
y en los ojos de cada habitante de Belén, Tulkarem, Ramallah, Rafah,
Jenín, Jericó y otros nidos de agresores. La apuesta de Sharon
es a largo plazo: las muertes de hoy en las tierras palestinas son semillas
de nuevos atentados kamikazes en los que morirán más
ciudadanos de Israel, y esos ataques habrán de justificar, a su
vez, una nueva cosecha de cadáveres de terroristas niños,
adultos y ancianos, en un mes indeterminado del año que viene.
En el léxico político de estos tiempos
se recurre a la zoología para expresar atributos, cualidades o defectos
de los dirigentes. Pero las palomas y los halcones, a diferencia de los
humanos, no prestan atención a las fotos que se publican en los
diarios ni experimentan, ante ellas, emociones específicas. Los
terroristas palestinos, equívocamente calificados de "bestias",
no alcanzan a ver en los diarios o en la tele los cuerpos despedazados
de sus víctimas inocentes ?niños como Salwa Hassan, entre
ellas? porque, para cuando las imágenes de sus crímenes llegan
a los medios, los cadáveres de los responsables ya forman parte
de la escena.
Sharon tampoco es una bestia, ni un halcón ni una
paloma, sino un ser humano. Pero él, a diferencia de sus enemigos
acérrimos, vive para mirar la foto de una niña palestina
muerta con balas de grueso calibre. ¿Y qué le ocurre, entonces?
¿Se compadece, aprieta la mandíbula y decide seguir adelante?
¿Se regocija en secreto porque ha librado a su pueblo de un peligro?
¿Se felicita por el dolor causado a los familiares? ¿Experimenta
una excitación sexual que ninguna otra circunstancia puede ya brindarle?
¿Logra un orgasmo? ¿Mancha su traje de primer ministro?