Carlos Fazio
Striptease humanista
Mucho antes de los atentados terroristas del 11 de septiembre, el mundo vivía un proceso acelerado de neodarwinismo social. Una guerra de todos contra todos, regida por la ley del más fuerte, signada por una corrupción (como forma de acumulación de dinero y poder) y violencia desbordadas, que incluía el asesinato. Una violencia que a veces toma la forma de guerra civil -"la guerra civil molecular ha estallado también en las metrópolis", señala H. Enzensberger-, en sociedades integradas por un compuesto amorfo de tribus, etnias, clanes y familias, consorcios y corporaciones, mafias y organizaciones criminales de todo tipo.
Junto a esas formas de violencia y terrorismo privadas ("al por menor", según la calificación de Noam Chomsky) cohabita otra, mucho más extensa tanto en escala como en poder destructivo: la violencia oficial, masiva, intrínseca a las estructuras sociales opresivas y que a menudo echa mano de la tortura y el asesinato en nombre de la "razón de Estado" (Tlatelolco, la guerra sucia en Argentina, la intervención de Estados Unidos en Guatemala, Vietnam, Chile, Nicaragua, Granada, Panamá y un largo etcétera), y que se describe siempre como "respuesta" o "provocada" (represalia, retaliación).
En nuestros días, dos ejemplos nítidos de esa "violencia al por mayor" son la guerra de agresión de Washington en Afganistán (por razones geopolíticas y de dominio) y la ofensiva genocida del halcón Sharon en los territorios palestinos reocupados, que recupera la política de "tierra arrasada" del Pentágono en el sureste asiático y rememora el exterminio nazi contra los judíos en Auschwitz, lo que remite al uso semántico de las palabras terror y terrorismo como recurso estándar de los poderosos con fines de propaganda.
Ambos planos, el de la globalización de la violencia en la selva socialdarwinista (donde participan grupos cleptocráticos integrados por banqueros, empresarios y gobernantes, con sus servicios secretos y escuadrones de la muerte, junto con las mafias del crimen organizado, traficantes de drogas y personas corrientes que de la noche a la mañana se convierten en hooligans incendiarios, locos homicidas y asesinos en serie) y el del terrorismo de Estado a escala mundial, practicado por la potencia hegemónica (Estados Unidos), secundada por sus socios de la OTAN (con la rubia Albión a la cabeza) y Estados clientes (Israel en particular), se superponen e interactúan. Lo que ha dado paso a un mundo caótico, donde la política ya no existe (está controlada por grupos privados de poder trasnacional, señores de la guerra, neonazis y capos) y, por tanto, con ausencia de democracia y sin derechos humanos. Sin olvidar que después del 11 de septiembre, la presidencia imperial instaló en Estados Unidos un semiestado policiaco que limita las libertades civiles (con la intervención de teléfonos e Internet) y que, incluso, autoriza a la CIA a revivir los "asesinatos selectivos" clandestinos.
En un mundo sin ley (o donde sólo vale la ley del imperio y sus cómplices), plantear como eje de política exterior la "defensa de los derechos humanos", como hace el régimen foxista, es una "charada" o una estupidez. Desde la caída del muro de Berlín, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra ha sido convertida por Washington en un circo (igual que Naciones Unidas). Estados Unidos practica allí una estrategia infantil de tipo maniqueo, con un uso político selectivo de los derechos humanos, propio de la guerra fría, con fines de propaganda ideológica y desestabilizadores.
En Los condenados de la tierra (1961) Frantz Fanon describió la dialéctica del colonizador y el colonizado. Teorizó sobre la violencia y recordó que en los países capitalistas, entre el explotado y el poder se interpone una multitud de profesores de moral, consejeros y "desorientadores", mientras que en las regiones coloniales el gendarme y el soldado, como intermediarios del poder, utilizan el lenguaje de la violencia pura. "Llevan la violencia a la casa y al cerebro del colonizado", como hace hoy el neonazi Sharon (Brzezinski lo comparó con el régimen supremacista blanco de Sudáfrica), con el aval del amo Bush y sus socios subordinados. Pero además los imperialistas suelen cultivar en sus "patios traseros" a un tipo de intelectual oportunista y colonizado. Domesticado.
Jean-Paul Sartre señaló en su prólogo a Los condenados que la elite europea había "fabricado" una elite indígena, "a la que marcó en su frente con hierro candente" los principios de la cultura occidental. "Tras una breve estancia en la metrópoli se les regresaba a su país, falsificados". Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos; eran un eco que reproducía la voz del amo.
En América Latina, a los gobernantes e intelectuales domesticados por el imperialismo yanqui se les llamó cipayos. Una réplica de la dialéctica amo-esclavo, señor-vasallo, que combina autoritarismo y servilismo como dos caras de una misma moneda. El cipayo, vendepatria o lamebotas (Petras), como brazo operativo subordinado del sistema jerárquico imperial. Lo que dio origen a regímenes serviles autoritarios alineados con el orden dominante. Hoy, en México, striptease humanista mediante, el cipayismo es encarnado por Vicente Fox. El "falsificado" Jorge Castañeda es, apenas, el achichincle del achichincle.