GENOCIDIO EN CURSO
El
recrudecimiento de la ofensiva israelí contra las ciudades, asentamientos
y campos de refugiados en Cisjordania y Gaza no constituye una acción
militar contra un enemigo regular sino la expresión de una clara
voluntad genocida contra todo el pueblo palestino, un designio que envilece
a Israel, que pone en claro las verdaderas intenciones de la política
exterior de Estados Unidos --el supuesto "gestor de paz" que entrega a
una de las partes armamento sofisticado para que asesine a combatientes
y civiles del adversario-- y que agravia a la humanidad en su conjunto.
Parece sumamente improbable que las autoridades de Israel
crean en su propia pretensión oficial de que los palestinos abandonen
el terrorismo, toda vez que las circunstancias de acoso y exterminio que
se abaten sobre ellos son el mayor aliciente para que individuos desesperados
no encuentren más horizonte que cambiar su vida por las del mayor
número posible de israelíes. Por lo demás, a estas
alturas suena grotesco y ofensivo el discurso de Tel Aviv de que pretende
"combatir a los terroristas" mediante incursiones con tanques y helicópteros
artillados y la sistemática destrucción de personas, casas,
oficinas e infraestructura en las zonas palestinas.
Por el contrario, la comunidad internacional se encuentra
ante la evidencia de que los propósitos reales de Ariel Sharon son
matar a la mayor cantidad posible de palestinos, independientemente de
que sean terroristas, niños, mujeres o ancianos; reducir a lo que
quede de ese infortunado pueblo a un estado extremo de miseria, envilecimiento,
terror y desarticulación, atrofiarle los más elementales
reflejos de autodefensa y extirparle hasta la esperanza de un Estado propio.
El principal cómplice de Sharon en este ejercicio
genocida es el gobierno de Estados Unidos. El Departamento de Estado simula
comportarse como un factor de paz en la región, pero los recursos
monetarios y militares empleados en la masacre de palestinos provienen,
en su gran mayoría, del propio gobierno estadunidense, el cual,
además, proporciona a Israel la cobertura diplomática requerida
para que los terroristas de Estado que gobiernan ese país puedan
pasearse con impunidad por el mundo.
Ante la desmesurada contradicción de propugnar,
por un lado, una guerra total contra el terrorismo de Irak, Irán
y Corea del Norte, y dar plena protección a Israel, por el otro,
pareciera que George W. Bush posee dos sistemas nerviosos en conflicto
dentro de un solo organismo. Pero se trata, en realidad, de una expresión
--agraviante, si las hay-- de la inveterada doble moral con la que actúa
Washington ante el mundo: un discurso humanista, democrático y tolerante,
y una práctica de barbarie, exterminio y arrasamiento de pueblos,
sociedades y estados que no se plieguen a los designios de la Casa Blanca
y del complejo militar, industrial, financiero y mafioso que controla el
poder en la nación vecina.
Como parte de esa doble cara, Bush y las representaciones
diplomáticas de Estados Unidos fingen sorpresa y ofensa cada vez
que constatan el tamaño de los sentimientos antiestadunidenses abrigados
por numerosas sociedades del orbe, que van desde la distancia crítica
hasta el odio más enconado.
El exterminio de palestinos realizado por Israel es una
muestra de barbarie que debió suscitar, en la comunidad internacional,
acciones firmes y enérgicas en defensa de la vida humana y de los
derechos humanos y colectivos, y de no ser por la alianza estratégica
entre Washington y Tel Aviv, los gobernantes israelíes habrían
corrido ya destinos semejantes a los de Milosevic, Pinochet o el mullah
Omar.
En lo inmediato, lo menos que puede exigirse es que poderes
mundiales menos involucrados con Israel que Estados Unidos, como la Unión
Europea, Rusia y China, adopten medidas efectivas --como el embargo comercial
y tecnológico contra Israel, e incluso el envío de tropas
de interposición-- para defender a un pueblo que está siendo
masacrado a la vista de todos y cuyo martirio puede llegar a pesar tanto
en la conciencia del mundo como el silencio vergonzoso y criminal que guardaron
muchos gobiernos y organismos cuando los nazis alemanes emprendieron el
exterminio de los judíos.