Pedro Miguel
Réquiem
Ayer, en plazas e iglesias de Estados Unidos, se recordó a los inocentes que murieron en los atentados del 11 de septiembre. Bien saben los deudos que un plazo de seis meses es demasiado corto para quitarse de encima las costumbres, los olores, los gestos, la temperatura de la piel de los ausentes y la rabia contra sus asesinos. En el mejor de los casos, al año del fallecimiento se entiende que esos y otros ganchos que mantienen anclado entre los vivos el recuerdo del muerto no desaparecen del todo sino después de varias décadas, cuando la totalidad de los dolientes desaparecen, a su vez, del mundo, y cuando el difunto original puede, por fin, jubilarse del todo, incluso de su papel de recuerdo doloroso, y abandonarse plenamente a la dulzura de la nada.
Pero los asesinados hace seis meses en Nueva York y Washington fueron obligados a florecer en nuevos y numerosos muertos distantes, muchos de ellos tan inocentes como sus predecesores inmediatos de Estados Unidos. La Casa Blanca decidió aprovecharse del dolor doméstico para sembrar cadáveres en las remotas tierras afganas, y cada uno de ellos ha dejado un hueco sangriento y lacerante entre sus amigos y familiares, y un rencor de múltiples raíces entre sus correligionarios.
Pasará mucho tiempo antes de que se desvanezcan esos lutos que no aparecen en la televisión ni son recopilados en shows sentimentales ni reproducidos en películas de acción. Ojalá que en ese tiempo el dolor y la rabia de los anónimos deudos afganos no fermente nuevos y mortíferos atentados contra ciudadanos de Estados Unidos.
En estos días de recordaciones tristes uno se pregunta cuándo les será dado, a israelíes y palestinos, recordar en paz a sus respectivos mártires y cuándo podrá hablarse de sosiego verdadero en los cementerios de ambos pueblos. Por ahora, la criminal estupidez de Estado y la inconsciencia criminal del integrismo patriótico han establecido, entre unas y otras tumbas, una dinámica de competencia, un vaso comunicante que rebalsa de sobrepoblación las necrópolis, un juego macabro que se desarrolla, para vergüenza de la humanidad, ante la pasiva y discreta repugnancia -en el caso de los europeos- o frente al entusiasmo apenas disimulado -para referirse a Washington- de los poderosos del mundo. Y cuando oyen un reproche por su banquete necrófilo y obsceno, Sharon, los terroristas palestinos y los partidarios de unos y otros ponen los ojos en blanco de inocencia y echan mano del argumento más sofisticado que podría formular un crío de tres años algo tonto: "Es que los otros empezaron".
Tengo la discreta esperanza de que, más pronto que tarde, los cadáveres de los actuales dirigentes y organizadores de esta floración de muertos desciendan, por causas naturales, a las tierras que han ensangrentado, y que una nueva generación de líderes de ambos lados logre detener la competencia por las máximas tasas de sobrepoblación en los cementerios.
Réquiem quiere decir descanso. Ojalá que llegue antes de que Clara y Sofía dejen de ser niñas, y que ambas, y muchos otros infantes de todos los continentes, puedan viajar a Israel y a Palestina y confraternizar con los niños de ambos países, y que entre todos logren verse a los ojos sin la niebla del rencor histórico, y que corran y jueguen en memoria y recuerdo de esos muertos, y de todos los otros, y que las tumbas sean sitios realmente apacibles, y que no se estremezcan por el estallido de las bombas humanas (que es el uso más necio que se le puede dar al organismo de una persona), ni vibren bajo el ruido de los helicópteros asesinos, cuya sustentación es la manera más irresponsable de aprovechar el aire.
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