Ugo Pipitone
Hacia Monterrey
En 1933, en el peor momento de la depresión, la
Sociedad de las Naciones llamó a una conferencia económica
mundial. Y poco antes, Estados Unidos devaluó el dólar, dando
al traste con cualquier posibilidad de arreglo económico global
sobre el futuro. Con las consecuencias que sabemos. Los tiempos han cambiado.
El llamado de Naciones Unidas, hoy, a discutir el financiamiento del desarrollo
en Monterrey a partir del próximo lunes, encuentra un público
de gobiernos interesados. Y Estados Unidos en primera fila.
Apuntemos al margen que llamar "financiamiento para el
desarrollo" aquello que atañe al destino colectivo de la humanidad,
revela el gusto antiheroico de estos días. Un miedo al énfasis
que se degrada en un tranquilizante (y vagamente esotérico) léxico
tecnocrático. Pero, más allá de las palabras, el tema
es explosivo y supone quebrar inercias, enfrentar dilemas políticos
sin recetas canónicas y, en pocas palabras, emprender la lucha (verdadera
madre de todas las guerras) contra la pobreza a escala mundial. De eso
estamos hablando (más allá del lenguaje notarial), a menos
que sigamos en aquello que Scorza llamaba "la danza inmóvil".
La infamia del 11 de septiembre ¿habrá hecho
el milagro inquietante de dar un destino humano a la inhumanidad, convirtiendo
los principales gobiernos del mundo (y su universo de empresas, empleos,
etcétera) a la conciencia de la insostenibilidad del presente? Más
concretamente, ¿anuncia esa conferencia de Monterrey un cambio en
la percepción institucional de la unidad profunda de los problemas
en la edad de la globalización? Esperémoslo.
Como quiera que sea, hay decisiones importantes que tomar
y nudos que cortar o desatar. Un mundo globalizado que quiera perdurar
en el tiempo y que pone todo en circulación (hombres, capitales,
armas, enfermedades y nubes tóxicas) no puede ser compatible con
la mitad de la población mundial en condiciones de miseria. Si algo
epocal nos sugiere el presente es justamente eso: proyectando la mirada
a veinte o treinta años hacia delante resulta claro para cualquiera
que el presente no es sostenible. No es sostenible nuestro consumismo compulsivo,
no es sostenible nuestro contexto energético actual, como tampoco
lo es el continuado asalto a frágiles equilibrios ecológicos
o la miseria de enteras regiones del planeta. Moraleja: estamos condenados
a inventar formas más inteligentes para convivir y producir. Necesitamos
repensar muchos de los rasgos que consideramos todavía irrenunciables
en nuestra vida cotidiana.
¿Será Monterrey el campanazo requerido?
Más vale suponer que sí. No hay tiempo para perder: en el
próximo medio siglo la población del mundo podría
duplicarse y todo, inevitablemente, se complicará. Además,
el tiempo que no se llene de proyectos de convivencia tiende hoy a estar
ocupado por proyectos de exclusión. Y ahí están las
Torres Gemelas a recordarnos el tamaño de los delirios que andan
sueltos en ese que ciertamente no es un jardín del Edén.
"Financiamiento del desarrollo". Digámoslo brutalmente:
se trata de transferir cuantiosos capitales en favor de los más
pobres esperando obtener de estas inversiones políticas rendimientos
de bienestar para los beneficiarios (que, en un sistema abierto, favorece
también a otros) y de estabilidad para todos. Reduzcamos el asunto
a sus mínimos términos; las opciones son: obtener recursos
como contribución política de los gobiernos de los países
más ricos (el famoso, e incumplido, 0.7 por ciento del PIB a la
ayuda oficial al desarrollo) o establecer un impuesto global sobre los
movimientos especulativos de capital a escala global (alguna variante de
la Tobin tax). Ahora, si los gobiernos no quieren introducir el
fisco en el movimiento internacional de capitales, tendrán que asumir
que si el dinero no sale de un lado tendrá que salir de otro.
Si no se quiere molestar el sueño de los inversionistas
internacionales, los gobiernos tienen que cumplir una tarea compensatoria.
Lo que significaría no sólo cumplir con el requerimiento
de 0.7 por ciento, sino sobrecumplir para compensar una responsabilidad
social fiscalmente indultada. El 1 por ciento del PIB sería una
meta no irrazonable y cada año pondría en circulación
más de 200 mil millones de dólares que, inútil decirlo,
le harían mucho bien a distintas regiones del planeta. Y, por consiguiente,
a todos.