WOJTYLA: EL QUINTO VIAJE
Como
ha ocurrido en ocasiones anteriores, el mero anuncio de la próxima
visita de Juan Pablo II a nuestro país ha generado ya un revuelo
de proporciones mayúsculas en los medios informativos y una febril
y onerosa actividad pública, privada y social de preparativos para
recibir, hospedar, proteger y trasladar al pontífice entre el 29
y el 31 de julio próximos, fecha prevista para su estancia en México.
El motivo oficial del viaje es festejar la canonización de Juan
Diego --quien ayer fue declarado santo por el consistorio vaticano--, en
una ceremonia multitudinaria que habrá de realizarse en terrenos
de lo que fuera la planta Sosa-Texcoco.
El proceso de canonización referido ha generado
enconadas polémicas, no sólo por la existencia o la inexistencia
de Juan Diego --asunto que termina siendo una profesión de fe o
una expresión de falta de ella--, sino por la relevancia pastoral,
propagandística y hasta política de incluir un indígena
en el santoral católico. Algunos observadores ven en la santificación
un acto de justicia y de reparación por parte de la Iglesia católica
hacia los pueblos indígenas, mientras que otros perciben la medida
como una maniobra de mercadotecnia espiritual orientada a contrarrestar
la pérdida de fieles entre esos mismos pueblos, como un intento
de consolidación del predominio romano en México y América
Latina y como una reacción al notable crecimiento en la región
--en detrimento del catolicismo-- de iglesias evangélicas, y hasta
de cultos no cristianos, como el Islam y diversas religiones asiáticas.
Al margen de la canonización de Juan Diego, el
anuncio del viaje de Karol Wojtyla --necesariamente incierto, si se toma
en cuenta el precario estado de salud del pontífice-- prefigura
más un frenesí mediático y comercial que un encuentro
espiritual de los católicos. Con varios meses de anticipación,
la visita amenaza con volverse un monotema y adquiere, desde ahora, un
espacio desmesurado en las tribunas informativas. No se busca precisamente
difundir los valores éticos del cristianismo, sino bombardear a
las audiencias con los datos más frívolos e irrelevantes
sobre el viaje y sobre el propio Wojtyla. Para colmo, con ello se desplazan
del interés público asuntos que debieran ser prioritarios,
como las necesidades de reactivar la economía, de atender el agro,
de empezar a saldar la enorme deuda social del país o de emprender,
de una vez por todas, la erradicación de la corrupción y
de la impunidad que prevalecen desde hace muchos años.
Desde otra perspectiva, la quinta visita a México
de Juan Pablo II ocurre en un momento histórico en el que se han
hecho presentes amenazas y riesgos a la laicidad del Estado y, por ende,
al respeto a la libertad y a la pluralidad de cultos. Es cierto que, en
lo que va de su mandato, el presidente Vicente Fox ha moderado sus exhibiciones
públicas --e indebidas-- de símbolos religiosos, y que ha
reiterado su determinación de preservar la debida arreligiosidad
de las instituciones públicas. Pero los sectores religiosos y seculares
ultramontanos e intregristas se han sentido --con razón o sin ella--
alentados para renovar su empeño por restaurar en el país
un catolicismo hegemónico y totalitario. Sin duda, y por desgracia,
la llegada de Wojtyla y toda la parafernalia mediática en torno
a su presencia reforzarán ese empeño, a todas luces contraproducente
para el desarrollo cívico y democrático del país.