Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 25 de febrero de 2002
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Cultura

Hermann Bellinghausen

Lejos del fuego

Las olas baten como para licuado los costados de la nave, que no son cuatro, pero parecen. Apenas cae la tarde cuando Gordon hace a un lado la cobija y retorna al mundo de los vivos, luego de la refriega con la tormenta y las fiebres martinicas que lo trajeron frito. Otros de la tripulación dieron con fiebres, pero se las turnaron lo suficiente para reponerse de las inconsistencias del clima sin desatender la nave.

En realidad, lo que lo despertó fue el loro del cordelero, que llevaba días mudo, tambaleándose en su jaula convexa, sin probar bocado, perdiendo plumas. "La cacatúa", como llaman todos burlonamente al loro, es alegre pero cobarde. Cuando entra en pánico muerde, así que al menor indicio de tormenta el cordelero guarda al pájaro entre rejas y se evita heridos y reclamaciones.

Grumete Fernando hace oir su voz a través de la puerta del camarote, a la vez que hace toc-toc con los nudillos en lo que Gordon sienta cabeza.

-Capitán, quedó conectada la antena.

Gruñidos de Gordon, aproximándose del catre a la puerta.

-Capitán, lo molesto porque usted ordenó que le avisáramos inmediatamente.

Media hora, piensa Gordon sin excesivo pesar. Me hubieran dado media hora más de reposo este loro, este grumete, este méndigo barco. Abre la puerta con una mano y con la otra se mesa la greña.

El grumete, todavía con la gabardina puesta y chorreando, yergue la espalda y saluda:

-Capitán, el timón me pidió que le informara que el atolón nos hizo los mandados. Se me permite decirlo, el timón Alejandro se notaba orgulloso. La verdad, lo hizo bien el condenado. Chapó.

Gordon ya no sentía los calosfríos; tenía secas las sienes y templadas las extremidades.

-Me doy cuenta. Dígale al timonel que en unos minutos subo a que me informe. Y que lo voy felicitando.

Grumete Fernando se retiró por el pasillo y salió a la llovizna por la escotilla entreabierta. Gordon viró hacia el estante y cogió los lentes del estuche. Se los puso. Buscó las botas de hule, pero recordó haberlas dejado afuera, con la gabardina en el perchero del fondo. Salió descalzo para ponérselas y pisó un charco que ni modo. Por no cerrar bien la escotilla. Con un pie mojado se enfundó las botas y la gabardina, escaló la escotilla y emergió a cubierta.

Librado de la sombra que dejó allá abajo, recorrió con su agilidad intacta el tramo de cubierta que conduce a la escalera de la torre. Ese timonel es lo mejor que pudo ocurrirle al barco en años. Ha tenido cada cretino a cargo, siempre sacándoles él las castañas del fuego. Este tipo que levantó en las Azores hará tres años le inspiró confianza desde que dijo su nombre: Alejandro del Fuego (Gordon oyó "Alejando del fuego") y se ubicó como sudamericano, vaguedad que agradó a Gordon.

En el barco todos le dicen Alejandro. Gordon se da el gusto de llamarlo Del Fuego.

Fue el timonel quien habló primero:

-Veo que las fiebres cedieron, jefe.

-De las martinicas me río -dijo amargamente Gordon, en burla residual de sí mismo y su postración de hace una horas.

Habían pasado el atolón sin tanto brinco como para que Gordon tuviera que despertar, señal de que el timón fue bien llevado.

-Lo felicito, Del Fuego. Como de costumbre. Desde que vi la hora me di cuenta que habíamos atravesado el estrecho. Pero el mar sigue picado.

-Va de salida, jefe. Ese oleaje es el rabo del animal. Ya se cansó, le aseguro. De aquí a puerto vamos a tenerla tranquila.

-Le creo -dijo Gordon, incrédulo, y se sirvió un café del termo.

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