Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 25 de febrero de 2002
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Política

Carlos Fazio

Obediencia debida

Por miedo y porque ama a la vida, Cuauhtémoc García Pineda calló durante 33 años su verdad sobre Tlatelolco. Dice que todo ese tiempo sintió "una comezón en la conciencia", y todavía hoy se horroriza de lo que vio aquel día y captó con su lente desde el piso 19 de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Ahora se decidió a hablar. Por su hijo de once años. Quiere dejarle "algo". Su memoria del horror, su testimonio. Y está dispuesto a declarar ante la justicia sobre el asesinato masivo de niños, mujeres y jóvenes en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968.

Entonces, según narró a La Jornada (18/02/02), era un joven camarógrafo de la Oficina de la Presidencia de la República. Lo mandaron a filmar el mitin. Vio caer al general Hernández Toledo, herido por las balas de miembros de elite del ejército; francotiradores del Estado Mayor Presidencial. Después la tropa disparó indiscriminadamente sobre la multitud. Consumado el hecho, vio y filmó cuando los militares tiraban los cadáveres en los camiones y lavaron paredes y pisos con mangueras a presión para borrar todo rastro del sacrificio. Un día después entregó 120 mil pies de película sobre la matanza -"šTodo, todo!"- a la Secretaría de Gobernación. "Hasta el último cuadro", acusa, quedó en manos de Luis Echeverría Alvarez.

Como él, varios fotógrafos del 68 comienzan a hablar. Se sacuden también los recuerdos de la muerte. Tercas afloran las placas que tomaron y que requisó Gobernación en los periódicos la noche del genocidio. Hablan de una plaza convertida en "matadero". De soldados clavando bayonetas en las espaldas de los jóvenes. De tanques militares partiendo el gentío. De una niña de ocho años tumbada boca arriba, sin zapatos, una sola calceta, muerta, en el Rubén Leñero, su rostro destrozado por una bala expansiva.

"Había una guerra", arguyeron entonces los vencedores. "En todo enfrentamiento de características militares hay víctimas inocentes", declaró ahora Miguel de la Madrid, el de "la Presidencia impotente". Pero, Ƒcuál guerra? ƑContra quién? Contra el "comunismo internacional" adujo en su tiempo Díaz Ordaz, el "padre colérico" que asumió la responsabilidad por la solución final a la huelga estudiantil. El jefe de los guardias presidenciales, general Luis Gutiérrez Oropeza, quien montó la emboscada criminal para "salvar" a la patria de una "conspiración internacional", le secundó.

En nuestros días, el secretario de la Defensa, general Gerardo Clemente Vega García, habló sobre las encrucijadas de la historia. Sobre el silencio y la estridencia. Del mando civil y la razón de Estado. De la disciplina castrense y la obediencia debida al comandante supremo, el Presidente de la República.

Hace más de medio siglo, el Tribunal de Nuremberg -que juzgó a los criminales de guerra nazis- invalidó las razones de obediencia militar, precisando la obligación de actuar "en conciencia" contra las órdenes que atentan contra la vida de inocentes o suponen una clara injusticia. Aun en la hipótesis de que en el 68 Tlatelolco haya sido el campo de batalla de una guerra entre "comunistas" y "patriotas" (que no lo fue), las convenciones bélicas establecen deberes que incumben a los Estados beligerantes, los comandantes de los ejércitos y los soldados individuales.

Existen reglas para la guerra y son llamados asesinos aquellos militares que toman como objetivo a personas no combatientes, a espectadores inocentes (civiles), a soldados heridos o desarmados. Un soldado no puede justificar su violación de las reglas aludiendo a las necesidades de su situación de combate: en Tlatelolco, "el Ejército Mexicano cayó en una trampa. Hubo una trampa interna", admitió el general Alvaro Vallarta (La Jornada, 16/02/01). Hay una regla categórica: el instinto de conservación frente al enemigo no es una excusa para violar las reglas de la guerra.

Pero además, los soldados, a pesar de que se les entrene para obedecer "sin vacilación", no son meros instrumentos de guerra. No son "máquinas de obedecer órdenes". No son autómatas para quienes la autoridad es un bien y la obediencia ciega una virtud, cualquiera sea la encrucijada en que los coloque la historia. Un soldado debe negarse a cumplir órdenes "ilegítimas". No puede haber una obediencia "inmoral" por más disciplina castrense o razón de Estado que se esgrima.

Existe además la responsabilidad de mando. Un mando militar no puede ordenar una masacre, aunque la autoridad civil se lo ordene. Una matanza deliberada de inocentes, como ocurrió en Tlatelolco, es un asesinato, así sea por una buena causa ("la guerra contra el comunismo apátrida", Díaz Ordaz dixit).

Los criminales deben ser juzgados. Es cierto, sí, que en casos como ésos la estridencia no es buena consejera. Pero el silencio tampoco. A veces, callar por miedo u obediencia debida produce "comezón en la conciencia". Como a García Pineda. No es una puja entre vencedores y vencidos. Es un asunto de justicia; se trata de dejar atrás chirriantes décadas de silencio y negación.

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