COLOMBIA: LAS VICTIMAS DE SIEMPRE
La
gestión de paz emprendida en Colombia por el gobierno del presidente
Andrés Pastrana y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC) ha llegado a su fin. En El Caguán las mesas de negociación
han sido remplazadas por los aviones de bombardeo que machacan las posiciones
rebeldes para allanar el paso a las tropas de tierra del Ejército
colombiano y con ello se desvanecen las esperanzas que despertó
en Colombia, en América Latina y en todo el mundo, el ahora extinto
proceso de pacificación.
El detonador de este nuevo ciclo de guerra fue el secuestro
de una aeronave de pasajeros y del diputado Jorge Eduardo Gechem Turbay,
quien viajaba en ella; hechos atribuidos por el gobierno a la organización
guerrillera que era, hasta anteayer, su interlocutora en San Vicente del
Caguán.
Puede que la versión oficial sea cierta --las FARC
niegan su participación en el aerosecuestro--, pero puede ser también
que los delitos referidos hayan sido una provocación montada por
los propios militares, por los sectores oligárquicos colombianos,
por los paramilitares o por una conjunción de esos actores.
En la guerra recrudecida quedan, de un lado, una dirigencia
guerrillera que comanda a las fuerzas rebeldes más antiguas de América
y que ha sido duramente cuestionada, no sólo desde la derecha, sino
también desde diversas izquierdas y desde la sociedad civil; del
otro, un gobierno en su trayecto final que, a todas luces, no fue capaz
de desembarazarse de sus compromisos con la oligarquía colombiana,
con los militares y, sobre todo, con el gobierno de Estados Unidos, el
cual resulta ser, al menos a corto plazo, el gran ganador en el fracaso
del diálogo de paz: con la intensificación de las hostilidades
en gran escala, Washington ve concretado su designio de inaugurar un frente
bélico en este hemisferio y, con él, un vasto mercado para
su armamento y sus servicios de asesoría militar.
La Casa Blanca tiene, adicionalmente, una oportunidad
para materializar en el continente americano un escenario bélico
que puede adicionarse a su "cruzada contra el terrorismo", así como
circunstancias específicas para hacerse de un nuevo enemigo --más
ficticio que verdadero, por supuesto--: lo que el Departamento de Estado
llama, sin mucho rigor conceptual, la "narcoguerrilla" o "narcoterrorismo".
En medio de la guerra permanecen las víctimas de
siempre: los civiles inermes, en su inmensa mayoría pobres, para
quienes no existe escapatoria de las múltiples violencias que azotan
su país. Atrapados entre las organizaciones guerrilleras, los paramilitares,
los narcotraficantes y los militares, los moradores de la ahora cancelada
zona de despeje --cinco municipios, 42 mil kilómetros cuadrados
y más de 80 mil habitantes-- aportarán la mayor parte de
las bajas en esta nueva guerra que, como todas las anteriores en Colombia,
no va a resolver nada.