Carlos Salgar
El fracaso de un proceso
Durante 39 meses el término "proceso de paz" rigió
todas las actividades políticas, sociales y económicas de
Colombia. Andrés Pastrana apostó, durante más de 80
por ciento de su periodo presidencial, a un diálogo -que nunca llegó
a ser negociación- con el principal grupo armado colombiano: las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En la noche del 21
de enero, en el punto más bajo de popularidad y aceptación,
el mandatario puso fin a un proceso que, por estéril que pareciera,
ofrecía una posibilidad de salida política al conflicto que
durante más de 40 años ha afectado a este país suramericano.
En los últimos meses, la administración
Pastrana insistió en mantener los diálogos, pero cediendo
cada día más terreno frente a dos circunstancias particulares:
su alianza estratégica con Estados Unidos, que ante la falta de
resultados concretos con el Plan Colombia (que partía de la base
de que con la erradicación del narcotráfico se minarían
los cimientos financieros y tácticos de la guerrilla) presionaba
para que el país asumiera un compromiso más directo en la
coalición contra el terrorismo, recordando que las FARC figuran
desde hace varios años en el listado de los grupos terroristas del
Departamento de Estado; y por otro lado, la pérdida de credibilidad
interna, que se reflejó dramáticamente en las últimas
tres semanas, con el crecimiento acelerado en las encuestas del candidato
presidencial Alvaro Uribe Vélez, quien desde un principio no sólo
criticó la forma del proceso, sino ofreció a sus posibles
votantes "mano dura" contra la guerrilla.
Finalizada la opción política de diálogo
y negociación directa, la pregunta que se hacen hoy la mayoría
de los colombianos es: ¿que va a pasar con el país?
El
proceso de paz del presidente Pastrana fue la consecuencia directa de una
saturación que la población sufría del ambiente de
violencia que durante más de 40 años ha sacudido a la nación.
Con una historia de guerras civiles, como la de los Mil Días, con
la que Colombia abrió el siglo XX, fueron pocos los años
del siglo pasado en que la nación vivió momentos de verdadera
tranquilidad.
A la cruenta guerra civil le siguieron varios lustros
de un enfrentamiento no menos sangriento, entre seguidores de los dos principales
partidos políticos: los liberales y los conservadores, en una época
que, con el nombre que se le conoce, lo dice todo: la violencia. Violencia
en los campos que fueron creando varias generaciones de desplazados, quienes
comenzaron a organizarse en torno a reivindicaciones básicamente
agrarias y dieron nacimiento, ya a mediados del siglo, a los primeros movimientos
guerrilleros.
Pero no fue sino hasta 1962, tras un periodo de dictadura
y una amnistía a los grupos guerrilleros que habían actuado
en los 50, cuando aparecen en el escenario las FARC, conformadas básicamente
por campesinos desplazados y antiguos militantes guerrilleros, que recogen
las banderas agrarias que habían inspirado a sus antecesores y que
reciben alguna influencia ideológica de la revolución cubana.
Sin embargo, fue el Ejército de Liberación Nacional (ELN),
surgido apenas tres o cuatro años después, el que realmente
recibió toda la influencia política que desde Cuba llegaba
a Centro y Sudamérica. Los dos grupos de origen filosóficamente
diferente han actuado, desde entonces, de manera independiente.
Surgirán posteriormente otros grupos guerrilleros,
como el M-19, en 1970; el EPL y otros, que desaparecieron tras procesos
de paz que dejaron amargas experiencias para las posibilidades de reincorporación
a la vida civil de sus militantes. Pero quizá el peor antecedente
de los procesos de paz y de reinserción a la vida política
de antiguos guerrilleros fue el adelantado en 1985 por el presidente Belisario
Betancur con las mismas FARC, del cual surgió un movimiento político:
la Unión Patriótica, cuyos líderes serían selectiva
y sucesivamente asesinados hasta su exterminio.
La violencia ejercida indistintamente por guerrilleros
y por los narcotráficantes se convertía así en el
modus
vivendi de los colombianos.
La campaña presidencial de 1998, tras cuatro años
de escándalos y corrupción de la administración de
Ernesto Samper, fue definida, en su segunda vuelta electoral, por el tema
de la paz. Un encuentro en las montañas de Colombia entre el entonces
candidato Andrés Pastrana y el líder de las FARC, el sexagenario
Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, y la foto que de aquella
reunión "se filtró", fueron factores determinantes para que
la mayoría depositara su confianza en Pastrana como el interlocutor
que la guerrilla necesitaba para poder llegar a la paz.
Y con la paz se empeñó Pastrana. Con la
paz y con Estados Unidos que, tras un cuatrienio de total distanciamiento,
acogía al representente conservador como un aliado "incontaminado",
sobre quien no pesaban los escándalos de su antecesor y quien se
convirtió en su mejor aliado en la lucha contra el narcotráfico.
Ante la ausencia de otras propuestas de gobierno, y con
la ilusión de un premio Nobel de la Paz para su presidente, el gobierno
se dedicó de lleno a manejar los dos temas (paz y Estados Unidos)
en planos que necesariamente tendían a entrar en contradicción.
Para la mayoría de los analistas, lamentablemente
el proceso arrancó mal, por dos hechos básicos: sin contraprestación
alguna, el gobierno del presidente Pastrana desmilitarizó una zona
de 42 mil kilómetros cuadrados (igual al tamaño de Suiza)
para que, en esta "zona de distensión", se adelantaran los diálogos
y las negociaciones sin verificación de ningún tipo; y por
otro lado aceptó que esos diálogos se realizaran en medio
del fragor de la guerra.
Un tercer factor aparecería poco más tarde:
mientras se negociaba en la zona de distensión con las FARC, durante
más de dos años se desconoció la existencia de otros
actores armados, como el ELN y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC),
grupos de paramilitares financiados por ganaderos, comerciantes e industriales,
que buscaron en ejércitos privados la defensa de sus intereses frente
a los ataques y las exigencias económicas de las organizaciones
guerrilleras. Y no obstante que la guerra continuaba, quizás con
igual o mayor intensidad que en los últimos ocho años, el
imaginario colectivo colombiano seguía aferrado a las expectativas
de alcanzar una paz por la vía del diálogo político.
Pero el 11 de septiembre produjo cambios profundos en
la percepción nacional e internacional del problema. Estados Unidos,
que inclusive había llegado a tener un acercamiento no oficial con
las FARC, en San José de Costa Rica, endureció su discurso.
La embajadora de ese país en Colombia, Ann Patterson, comparó
las estregias de Al Qaeda con las de las FARC. Y también el gobierno
colombiano comenzó a girar en el mismo sentido que lo hacían
desde Washington. El embajador de Colombia ante la Casa Blanca, Luis Alberto
Moreno, alter ego del presidente Pastrana desde hace varias décadas,
diría ?no sin el aval de su jefe? que "las FARC quedaron notificadas
de que Estados Unidos y la comunidad internacional no dejarán en
la impunidad esos casos (secuestros, ataques a oleoductos, etcétera),
no tolerarán las acciones de terrorismo de guerrilla y autodefensas
y fortalecerán las instituciones legítimas de Colombia".
El fin del proceso de paz no era más que cuestión
de tiempo. A mediados de enero fue la primera crisis. Un ultimátum
de Pastrana a las FARC para que desalojaran la zona de distensión
en 48 horas culminó con la intervención del grupo de países
amigos del proceso de paz (con el embajador de México en primera
línea), que intercedió para que las FARC, después
de tres años de diálogo, aceptaran un cronograma de negociación
en el que aparecía como primer punto un cese al fuego y a las hostilidades.
Pero mientras en la zona de distensión se conversaba, las FARC arreciaban
sus ataques a la infraestructura, ocasionando decenas de muertos, incluidos
varios niños. Y el 20 de febrero las FARC cometerían un error
que costaría la vida a la zona de despeje y al proceso de paz: secuestraron
un avión, hecho considerado desde el 11 de septiembre como uno de
los actos más condenables del terrorismo internacional.
Por el momento se cierra la vía política
como opción para que Colombia alcance finalmente un estatus de paz.
Existe el temor de que la escalada de la violencia alcance los grandes
centros urbanos, con ataques terroristas de las FARC no sólo al
interior de las ciudades en contra de la población civil, sino a
la infraestructura de servicios públicos (torres de energía,
acueductos, puentes y carreteras), mientras que se teme, paralelamente,
que los grupos de paramilitares comiencen a cobrar cuentas a los habitantes
de la zona de distensión, que durante 39 meses convivieron ?y no
por decisión propia? con las FARC.
El mismo presidente Pastrana lo advirtió en su
discurso del miércoles por la noche: "tenemos que estar preparados,
porque es muy probable que se incrementen los actos de terrorismo". Y no
en vano concluyó: "que Dios los bendiga. Que Dios me bendiga. Y
que San Miguel Arcángel nos proteja".
Editor internacional del semanario El Espectador,
de Santafé de Bogotá, y profesor de análisis de coyuntura
en la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales de la
Universidad Externado de Colombia.