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José Luis Soberanes Fernández*
Por una democracia con adjetivos
ƑQué nos está pasando? De repente parece -al menos en América Latina- que estamos ante el reinicio de viejos círculos viciosos, donde la democracia duramente conquistada o reconquistada se muestra frágil e incapaz de llevar a la población de nuestros países a obtener los mínimos humanos de bienestar, seguridad y libertad, haciendo que reaparezcan los fantasmas de la ingobernabilidad y de las soluciones de fuerza -que al final no resuelven nada.
Véase a Argentina. Pocos países poseen tal cantidad y calidad de recursos humanos y materiales para tener éxito en la lucha por el progreso económico y el bienestar social. Y sin embargo, la nación se encuentra en una situación signada por el caos económico y una protesta social que la acercan a la ingobernabilidad. Conozco a Fernando de la Rúa desde hace 30 años, y me consta que desde entonces se preparaba para ser presidente de Argentina; hombre con una sólida formación jurídica, amor a su país y ganas de hacer bien las cosas. Todo ello no fue suficiente, y sobre la base de las deficiencias y los errores acumulados, De la Rúa tuvo que renunciar a la presidencia cuando el justicialismo le negó su colaboración, pensando no en el país, sino al parecer en las ventajas políticas de corto plazo.
O véase a nuestro país. Leo los titulares de la prensa mexicana el 10 de enero, sobre la reciente reforma fiscal, y me asombra cómo cada sector destaca expresamente su interés particular, y nadie al parecer asume que existe también un interés general, un interés público, nacional en el sentido estricto. Todos ven para su santo y nadie por el santo del país. Y si bien nos encontramos lejos de una situación como la argentina, me invade la sensación de que estaríamos en esa misma ruta al desastre si nos seguimos empeñando en que el interés egoísta de cada cual es más importante que el interés general.
La democracia que los mexicanos estamos estrenando no se puede agotar en los juegos político-electorales de las burocracias partidarias o gubernamentales, ni en los cabildeos y chantajes de los grupos de presión. Existen estructuras del Estado y muchos campos de la vida nacional que exigen transformaciones para modernizarse y democratizarse. La cultura, las nuevas formas de relación laboral, la vida cotidiana, la ecología, el feminismo, los derechos indígenas y aquellos legítimos de las minorías, el combate a la intolerancia, la educación, son sólo algunos de los campos en los que habría que empezar a debatir los cambios que se necesitan, pero al parecer estos temas no proporcionan dividendos políticos inmediatos, y por lo tanto no son prioritarios.
Pero existe sobre todo un campo en el que en apariencia hay grandes consensos nacionales: el de la justicia social, y sin embargo, el hambre, la ignorancia, la miseria, la desnutrición, el desempleo y las enfermedades erradicables permanecen, y no se ve cuándo puedan ser borrados del horizonte nacional. Quisiéramos proclamar que ya estamos en la lucha por los derechos humanos de la tercera generación, y de pronto nos damos cuenta de que muchos derechos humanos de la primera y segunda generaciones (derecho a la vida, a la alimentación, a la salud, a la educación; derechos políticos, cívicos, de reunión y manifestación, etcétera) aún no se cumplen cabalmente.
Y por si lo anterior fuera poco, tenemos las nuevas amenazas del terrorismo internacional, que han golpeado profundamente nuestras certezas y seguridades, y que han contribuido a cambiar las percepciones sociales sobre el mundo en que vivimos, rompiendo recientes equilibrios y proyectando un universo de nuevas contradicciones y desgarradoras paradojas. Así, por ejemplo, el terrorismo de origen fundamentalista quiso propinar un golpe aniquilador al poder de Estados Unidos con los demenciales atentados del 11 de septiembre del año pasado, y lo único que logró fue dar a su gobierno el pretexto para iniciar política y militarmente un reordenamiento de las relaciones internacionales, donde prácticamente nadie puede oponerse a sus designios, con evidentes riesgos para los derechos humanos de todos.
Así, en la coyuntura, y desde la óptica de los derechos humanos, se puede decir que los enemigos de éstos son ahora, más que antes, la intolerancia, el fanatismo, las políticas y los políticos miopes y de corto alcance, la indiferencia a los reclamos legítimos de la gente, la perseverancia de políticas y actitudes que pretenden situarse por encima de la ley y de la justicia, tanto en el plano nacional como en el campo internacional. Para evadir o al menos aminorar los peligros que se ven en el horizonte, la tarea es hoy, creo, avanzar hacia nuevas condiciones de civilidad, de reforma institucional y social, y en la creación e impulso de nuevas formas de cultura política democrática.
*Presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos