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Un bálsamo para los hinchas de Avellaneda
En medio de la crisis, Racing Club se corona campeón del futbol de Argentina
Buenos Aires, 27 de diciembre. "Vení, vení, cantá conmigo y un amigo encontrarás. Y de la mano, y paso a paso, toda la vuelta vamos a dar. Vení, vení, cantá conmigo..." Así coreaban esta noche miles y miles de personas en la histórica Plaza del Obelisco, gritando y brincando, con banderas, camisetas y gorros blancos y azul celeste, para festejar la coronación del Racing de Avellaneda como campeón del futbol argentino.
Era increíble: siete días atrás, un jueves como hoy, en esa misma plaza había cadáveres de manifestantes desangrándose en el asfalto, nubes de gas lacrimógeno, vallas policiacas y gente, numerosísima gente indignada que aporreaba cacerolas vacías en torno del blanco e inmenso pilar de granito hasta las puertas de la Casa Rosada en donde Fernando de la Rúa escribía a mano su renuncia a la Presidencia de la República.
Esta noche, una semana después, se contaban con los dedos los agentes de la Policía Federal que a lomo de motocicleta y con el micrófono de radio junto a la boca eran rodeados por una multitud saltarina que seguía lanzando cohetes y luces de bengala, empeñada en repetir: "Vení, vení, cantá conmigo..."
Lejos del centro, en la cancha del estadio del Racing, allá en el corazón de Avellaneda, un barrio populoso del sur de Buenos Aires, miles y miles más, con los mismos atuendos y las mismas cantaletas victoriosas, celebraban el ansiado triunfo de uno de los equipos más queridos del Cono Sur, que no se llevaba un torneo de primera división desde 1966, y que el año pasado se declaró en suspensión de pagos, agobiado por las deudas de sus malos administradores, antes que estallara la crisis económica que hoy mantiene postrado a este país.
"Y la acadéee, y la acadéee... Y la acadé, y la acadé, y la acadé... Y la acadéee, y la acadéee...", contracantaban, monótonos y felices, otros incansables remolinos de hinchas brincadores, llegando al Obelisco por la avenida Corrientes y aludiendo con tal sonsonete -"y la acadéee, y la acadé..." - al sobrenombre popular del Racing, equipo al que una antigua leyenda rebautizó como La Academia, porque era allí, y sólo allí, según sus fanáticos, donde se enseñaba como en ninguna otra parte a jugar futbol.
Fundado en 1903, el Racing ganó, en efecto, la friolera de nueve campeonatos de liga a lo largo de su gloriosa historia de club amateur, antes de profesionalizarse en 1930, cuando se inauguró comercialmente el negocio de la primera división. En las tres décadas posteriores, y hasta 1966, La Academia obtuvo seis coronas más. Y en el colmo de su esplendor, en 1967 conquistó la Copa Libertadores y la Copa Intercontinental, esta última lograda mediante un golazo de El Chango Cárdenas, del que se sigue hablando hoy en día.
Aquella final contra el Celtic de Escocia -me decía la otra noche un memorioso en la barra del Kilkennys, un bar de marineros en la zona del puerto- se desarrolló en tres episodios. El primero fue en Glasgow y terminó cero a cero. El siguiente en Buenos Aires, con el mismo resultado. Pero el desempate ocurrió en Montevideo cuando, casi al final del segundo tiempo, El Chango Cárdenas recibió el balón a media cancha, alzó la vista y pateó con la zurda proyectando el obús por encima de las nubes antes de incrustarlo en la horquilla del arco enemigo.
"Esa jugada la han repetido tantas veces en la televisión que hoy, por aquello del desgaste que traen los años, el miedo que tenemos es que el balón pegue en el travesaño y nos anulen el título", bromeaba el viejo al recordar.
Mostaza, el héroe
Al filo de las tres de la tarde, unas 200 personas, ataviadas con los colores de La Academia, esperaban a los jugadores del Racing a las puertas del hotel El Conquistador, sobre la calle Suipacha. Patrullas y motos de la Policía Federal, hombres y mujeres con armas largas y chalecos antibalas, hacían rugir los motores de sus naves delante y detrás del autobús que iba a llevar a los atletas al estadio. En el suelo, a falta de confeti, gruesos recortes de periódico cubrían los zapatos de los guardias de seguridad que miraban a los curiosos con desconfianza.
Dentro del camión, un moderno vehículo italiano de dos pisos, algunas de las estrellas chupaban piruletes de dulce y escuchaban música con los pequeños tapones de sus diskman. Todos parecían jovencísimos. De hecho, sólo faltaban por salir el portero Campagnolo y el técnico Reinaldo Carlos Merlo, un cincuentón con cara de gángster, el pelo teñido de amarillo, que vive la fama de ser llamado Carlos Mostaza.
Meses atrás, antes de las elecciones parlamentarias de octubre pasado, un grupo de hinchas del Racing desató una campaña por Internet solicitando firmas para postularlo como senador de la República. Mostaza estaba realizando la hazaña de colocar a su equipo en los primeros lugares de la tabla, después de tres décadas y media de derrotas, vergüenzas y penurias. La convocatoria tuvo tal éxito que por la candidatura del entrenador se pronunciaron más de 50 mil personas. Pero éste declinó. Lo suyo era otra cosa. Y esta tarde se vio con claridad.
-ƑVan por el empate o por el triunfo? -le dije, en medio del tumulto, acercándole mi grabadora de falso periodista deportivo.
Parco, Mostaza replicó:
-Paso a paso, vamos a dar la vuelta, che -respondió mecánicamente.
Horas después volvería a verlo en un close up de la tele, en el momento en que se llevaba las manos a la cara y se agachaba con miedo, tocado por el rozón de una moneda arrojada por un espectador. Pero cuando me dijo lo que me dijo, yo no podía saber que me estaba tomando el pelo al recitarme un fragmento del cántico de los racinguistas.
ƑDónde ver el partido? Eché a andar hacia la zona peatonal de Lavalle y Florida, donde a la puerta de un expendio de camisetas de futbol -un negocio que se multiplica hasta el infinito en Buenos Aires-, un gordo en bermudas aplaudía como idiota y gritaba por gritar: "šQué golazo, che, dale, dale!". Un extraño pregón para atraer a la clientela.
El calor había llegado a 35 grados al mediodía, pero ahora las nubes del Atlántico techaban la ciudad y la temperatura, salpicada por un chipichipi, se volvía deleitosa. Caminé y caminé sin saber en donde meterme, hasta que di con los vitrales del café Exedra, en Córdoba y avenida 9 de julio, a tres cuadras del Obelisco.
Pedí una cerveza y me la trajeron con un plato de sándwiches, cacahuates y aceitunas y una cuenta de siete pesos-dólares (o pedos). La concurrencia estaba formada por hombres viejos y elegantes, jubilados muchos de ellos, quizá, y señoras de muy buen ver que en realidad se dedicaban a alquilar la piel para solaz de sus clientes en los hoteles vecinos. ƑLa tarifa? Cien dólares más el cuarto. Pero luego, conversando con una de ellas, supe que hacía tiempo, mucho, que no cerraban un trato con nadie por la mala situación del país.
Si la gente no puede sacar más de 250 pesos del banco a la semana, quién se va a gastar semejante fortuna en un ratito de falso amor. Esa, pensé, es la misma razón por la cual, según la prensa de esta mañana, en los últimos 15 días la policía no ha registrado sino apenas dos asaltos a viajeros de taxi en esta ciudad de dos millones de empobrecidos habitantes.
Pasaron más de 90 minutos cuando, distraído, mirando a través de las vidrieras, vi a un hombre que empezaba a saltar con los puños cerrados, con cara de desmesurada alegría, felicitándose porque el árbitro acababa de pitar el final del partido y el Racing había empatado con el Vélez a un tanto, logrando así el punto que le faltaba para adueñarse del campeonato nacional.
Pero eso ahora no importa. Lo que vale es que esta medianoche, a la hora de cerrar esta crónica, los cláxons y los cohetes siguen atronando por toda la ciudad, y la policía no habla de muertos ni heridos, porque sólo siete días después de los disturbios que derrocaron al gobierno de Fernando de la Rúa, la fiesta de la Academia borra tanto el pasado inmediato como el futuro indeseable que se cierne sobre Argentina. |