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Néstor de Buen
Viejas lecturas
Hace muchos, pero muchos años, si no me equivoco
y recuerdo mal, tantos como los que han transcurrido desde nuestro exilio
en Francia: 1938-1940, interrumpido, afortunadamente, por la escapada milagrosa
de París cuando los nazis estaban a punto de entrar, mis lecturas
históricas eran tan elementales como los manuales famosos de Mallet
e Isaac, que convertían la historia de Francia en un juego de reyes
y batallas.
No sé si fue por esos rumbos de mis lecturas infantiles
que encontré la referencia que era mucho más eficaz para
que el Estado lograra mejores ingresos, disminuir los impuestos que aumentarlos.
El aumento genera resistencias y la disminución un mejor ambiente
para el cumplimiento de los deberes fiscales.
Supongo que hay antecedentes de sobra sobre esa tesis
que me da la impresión habría sido puesta en práctica
por algún primer ministro inteligente: ha habido alguno en la historia,
que con ello logró llenar arcas casi vacías.
Supongo que la tesis no es una tontería. Seguramente
hay datos estadísticos que la fundan. A lo mejor es una tesis falsa
y lo que hace falta es aumentar las tarifas y convertir al Estado en un
feroz perseguidor de los incumplidos. Persecución más feroz,
por supuesto, que la muy ineficaz que se produce algunos días, no
todos, en contra de los delincuentes declarados y abundantes.
El IVA es un impuesto que empezó con una campaña
mentirosa. Recuerdo que los múltiples anuncios hacendarios ponían
de manifiesto que la repercusión del impuesto, en una hermosa cadena,
permitía al que pagaba cargarlo a su vez a su cliente y así,
una larga historia, hasta el infinito: el último paga. No sé
si al final del camino el propio productor se encontraba también,
de nuevo, con su famoso 15 por ciento de costo. Como consumista, sin duda.
El problema es que el IVA genera, en sus tasas actuales,
una emoción especial de la gente que intenta, y muchas veces lo
consigue, no incorporarlo a cambio de que el pago que hacen no sea documentado
fiscalmente. Es una vieja historia bien conocida y practicada. La vieja
pregunta: ¿quiere factura? Pero, además, esa factura, en
algunos productos, no sería deducible.
Seguramente que entre un actuario, de esos que saben de
números, no de los que notifican en los tribunales, y un razonable
economista podrían hacer ensayos, crear modelos complicados que
las computadoras permiten, para descubrir las posibles consecuencias de
una política de disminución, con perspectivas de mejor cobro.
Y a lo mejor se descubre que el mecanismo no está tan mal.
Pero hay otras cosas que también se podrían
ensayar. Padecemos una gravísima enfermedad, casi delirio: el gusto
por los despidos masivos para los que no vale ni remotamente el derecho
constitucional a la estabilidad en el empleo. Eso, por supuesto, disminuye
ingresos fiscales y de la seguridad social y, además, arroja al
vacío económico a miles si no es que cientos de miles de
personas en capacidad de trabajo. Algunos, bastantes, irán a la
economía informal, otros recibirán las migajas de las pensiones
de vejez y otros, más jóvenes y dispuestos, preferirán
la aventura de lo ilícito. Si su riesgo fundamental: el ser detenidos,
mantiene unas estadísticas bien cómodas, la alternativa,
más allá de la moral individual o social, resulta atractiva.
Y el empresario queda como aquel dueño de un caballo que para ahorrar
le enseñó a no comer. Lo malo es que cuando aprendió,
se murió de hambre.
Me quito el gasto de salarios, infonavites, seguro social,
riesgos de despidos. Cambio hombres por máquinas. Automatizo todo.
Y al final del camino salgo al mercado con costos menores y, como es lógico,
no tendré compradores porque no hay salarios.
Así, tal vez una nueva idiotez, de esas que se
me ocurren, pienso si no sería posible premiar a los empresarios
que mantienen el nivel de la mano de obra. Me parece, sólo me parece,
que hay países que subvencionan parcialmente el costo de la seguridad
social e impuestos a los que eso hacen.
¿No sería bueno pensar también en
esa alternativa?
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