Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 10 de diciembre de 2001
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Mundo
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LUNES Ť 10 Ť DICIEMBRE Ť 2001
Ť El reportero de The Independent narra el ataque del que fue víctima cerca de Pakistán

Siempre sostendré que la furia de los afganos en mi contra estuvo justificada: Robert Fisk

Ť La brutalidad de los agresores, culpa de quienes los armaron en su lucha contra los rusos

ROBERT FISK THE INDEPENDENT

Ellos comenzaron a estrechar manos. Dijimos: salaam aleikmun (paz para ti). De repente, las primeras piedritas pasaron frente a mi cara. Un niño pequeño trató de agarrar mi morral. Más adelante, alguien me golpeó por la espalda y hombres jóvenes rompieron mis lentes y comenzaron a aventarme piedras hacia cara y cabeza.

No pude ver porque la sangre comenzó a escurrir por mi frente y a nublar mi vista. En ese momento entendí. No podía culparlos por lo que estaban haciendo, de hecho, si yo fuera un refugiado afgano en el campamento de Kila Abdullah, cerca de la frontera con Pakistán, le hubiera hecho lo mismo a Robert Fisk, o a cualquier otro occidental que hubiera encontrado.

Entonces, ¿por qué escribir sobre mis minutos de terror y mi repugnancia cerca de la frontera afgana, sangrando y llorando como un animal, cuando cientos -seamos francos, yo diría miles- de inocentes mueren bajo los bombardeos en Afganistán, y cuando la guerra de las civilizaciones se acrecienta y mutila a los pashtunes de Kandahar y destruye sus hogares porque "Dios debe trinfar sobre el mal"?

Algunos de los afganos de este pequeño campamento han estado aquí por más de cuatro años, otros han llegado (en las últimas dos semanas). De seguro fue un mal lugar para que un automóvil se descompusiera, un mal momento, sólo antes de que terminara el Iftar, el final del ayuno diario en el mes sagrado del Ramadán.

Pero lo que nos pasó fue la muestra del odio y la furia e hipocresía de esta asquerosa guerra, un creciente grupo de hombres, jóvenes y viejos afganos indigentes, que vieron extranjeros -enemigos- en medio de ellos, y que trataron de destruirlos, al menos a uno de ellos.

Muchos de estos afganos, como sabemos, estaban indignados por lo que vieron en televisión sobre la masacre en la prisión-fortaleza de Mazar-e-Sharif, cuando los reos fueron asesinados con sus manos atadas a la espalda.

Un refugiado después le dijo a uno de nuestros conductores que ellos habían visto el video donde aparecen los oficiales de la CIA, "Mike" y "Dave", amenazando de muerte a un prisionero que se encontraba de rodillas frente a ellos. Estas personas son alnalfabetas -dudo que muchos sepan leer-, pero no es necesario que lo sean para responder por la muerte de sus seres queridos por las bombas del los B-52.

En ese instante, un adolescente volteó gritando hacia mi conductor y le preguntó con toda sinceridad: "¿Ese es el señor Bush?". Debieron ser como las 4:30 de la tarde cuando llegamos a Kila Abdulla, una carretera entre la ciudad paquistaní de Quetta y la fronteriza ciudad de Chamman; Amanullah, nuestro conductor; Fayyaz Ahmed, nuestro traductor; Justin Huggler, del periódico The Independent, quien recién cubrió la masacre en Mazar-e-Shariff y yo.

Lo primero que supimos fue que algo malo estaba pasando cuando el auto se detuvo en medio de la estrecha y poblada calle. El vapor salía desde el cofre de nuestro jeep, y se escuchaba el ruido de las bocinas, mientras desde autobuses y carretillas protestaban porque obstaculizábamos el camino.

Salimos del coche y lo colocamos al lado del camino. Le murmuré a Justin que este era "un mal lugar para que el auto se descompusiera". Kila Abdulla era el hogar de miles de refugiados afganos, las pobres y hacinadas masas que la guerra ha producido en Pakistán.

Amanullah salió a buscar otro automóvil -hay sólo una cosa peor que una multitud de hombres irritados después del anochecer- y Justin y yo sonreímos a la, en primera instancia, amigable multitud que ya se había reunido alrededor de nuestro automóvil humeante.

Estreché varias manos -es más, debí haber pensado en el Sr. Bush-, y en muchos "Salam Aleikums". Sabía qué podía pasar si la multitud dejaba de sonreir. La multitud comenzó a crecer y le sugerí a Justin que nos alejáramos del jeep, y camináramos en el campo abierto. Un niño apretó su dedo duramente contra mi muñeca y me dije a mí mismo que eso era un accidente, un momento infantil de desprecio.

En ese momento varias piedritas golpearon mi cabeza y rebotaron en el hombroafghan_child_lo9 de Justin, quien se volteó y sus ojos hablaron por sí mismos. Por favor, pensé, es sólo una broma, entonces otro niño intentó de nuevo arrebatarme mi morral, que contenía mi pasaporte, tarjetas de crédito, dinero, mi diario, mi libro de contactos y mi teléfono celular.

Yo jalé el morral y puse el cordón alrededor de mi hombro. Justin y yo cruzamos el camino y alguien me golpeó por la espalda.

¿Cómo caminar fuera de un sueño, cuando los personajes de repente se vuelven hostiles? Vi que uno de los hombres a quien le sonreímos y estrechamos la mano, no sonreía más.

Varios de los niños continuaban riendo, pero sus sonrisas se transformaron en algo más. El respetado extranjero -el hombre que había sido todo salam aleikum hacía unos minutos- estaba perturbado, asustado en ese camino.

Occidente estaba siendo minimizado. Justin era golpeado por todos lados y en medio del camino vimos a un camionero que nos invitaba a ir con él. Fayyaz, estaba aún en el carro, incapaz de entender por qué nos habíamos alejado, no nos podía ver más. Justin alcanzó el autobús y se subió. Mientras ponía el pie en el tercer escalón, tres hombres sujetaron la cuerda de mi morral y yo la jalé. La mano de Justin salió. "Sujétame", me gritó, y lo hice.

En ese instante fue cuando la primera piedra se estrelló en mi cabeza. Casi me sentí caer por el golpe, mis oídos retumbaban por el impacto. Esperaba esto, aunque no tan doloroso o fuerte. No tan inmediato. Este mensaje fue terrible. Alguien me odiaba lo suficiente para herirme. Entonces hubo más golpes, uno en la parte trasera de mi hombro, un poderoso puñetazo que me hizo estrellarme contra el lado del autobús mientras sujetaba la mano de Justin. Los pasajeros nos observaban, pero no hicieron nada. Ninguno quiso ayudarnos.

Lloré: "ayúdame Justin", y él, que hacía más de lo que pudo hacer cualquiera para no dejarme caer, dándome un apretón de mano, me dijo -en medio de los gritos de la multitud- qué quieres que haga. Entonces comprendí. Sólo pude escucharlo. Sí, ellos estaban gritando. ¿Escuché la palabra kaffir-infiel? Tal vez yo estaba equivocado. Fue entonces cuando fui separado de Justin.

Había dos heridas más en mi cabeza, una en cada lado y por alguna extraña razón, parte de mis recuerdos -alguna herida en mi cerebro- registrado en un momento en la escuela, en la primaria llamada Cedars en Maidstone hace más de 50 años, cuando un niño alto construía castillos de arena en el patio y me pegó en la cabeza. Tuve el recuerdo de cuando me sonaba como si tuviera afectada la nariz. El siguiente golpe vino de un hombre al que vi cargando una gran piedra en su mano derecha. La aventó contra mi frente con tremenda fuerza, y un líquido caliente comenzó a brotar y a descender por mi cara, labios y barbilla. Fui pateado en la espalda, en las espinillas y en mi muslo derecho.

Otro adolescente tratataba de arrebatarme mi morral aún, y yo me aferraba a la correa. Observando, de repente entendí que deberieron haber estado frente a mí 60 hombres gritándome. Extrañamente no fue miedo lo que sentí, fue un tipo de asombro. Entonces sucedió. Supe cómo responder. O yo entendí en mi estado aturdido, tengo que morir.

Lo único que me sorprendió no fue mi propio sentido físico del colapso, fue mi creciente conciencia de aquel líquido que me cubría. Nunca pensé haber visto tanta sangre antes. Por un segundo tuve una visión de lago terrible. Una cara de pesadilla -la mía- reflejada en la ventana del autobús, llena de sangre, mis manos empapadas en el hartazgo como Lady Mcbeth, salpicada mi chaqueta y el cuello de mi camiseta hasta mi espalda. Estaba húmedo y mi morral goteaba, unas vagas gotas enrojecidas de pronto aparecieron en mis pantalones. Mientras más sangraba, la multitud se reunía para golpearme a puñetazos. Pequeñas piedras comenzaron a rebotarme en cabeza y hombros. Cuánto tiempo podría seguir esto, comencé a preguntarme. Mi cabeza fue golpeada por piedras en ambos lados al mismo tiempo -no eran lanzadas, sino que con piedras en ambas manos un hombre corpulento intentaba golpearme el cráneo. Entonces un puño me golpeó en la cara destrozando mis lentes sobre la nariz, y otra mano agarró mis lentes de repuesto y puso la cuerda de los mismos alrededor de mi cuello.

Supuse en ese punto que tenía que agradecer a Líbano. Durante 25 años, cubrí las guerra de Líbano y los libaneses me ensañaron una y y otra vez, cómo permanecer vivo: tomar una decisión -cualquier decisión- pero no hacer nada.

Entonces le arrebaté al joven el morral de las manos. El se fue para atrás. Me volví hacia el hombre a mi derecha, el que estaba sosteniendo la piedra ensagrentada, y lo golpee en la boca con mi puño. No pude ver mucho sin mis lentes, como con una bruma roja veía al hombre que tenía cierto tipo de tos y a quien le colgaba un diente de los labios, y entonces él cayó en el camino. Por un segundo la multitud paró. Entonces fui hacia el otro hombre que imtetabana arrebatarme el morral y le di un golpe en la nariz. El gimió enojado y de pronto se puso rojo. Golpee a otro hombre en la cara, y él corrió.

Retrocedía a mitad del camino pero no pude ver. Me llevé las manos hacia los ojos que estaban cubiertos de sangre, y con mis dedos trataba de quitarme ese líquido pegajoso. Hice una especie de succión y comencé a ver de nuevo, ahí me di cuenta que estaba llorando, y que las lágrimas limpiaban la sangre de mis ojos. Qué he hecho, me pregunté a mí mismo. He estado atacando y golpeando a refugiados afganos, la gente por la que he escrito mucho tiempo, los desposeídos, la gente mutilada que mi propio país -entre otros- estuvo matando, junto con los talibanes, sólo al cruzar la frontera. Dios libérame, pensé. Creo que realmente lo dije. Los hombres cuyas familias mataron nuestras bombas eran ahora mis enemigos.

Luego algo realmente notalble sucedió. Un hombre caminó hacia mí, muy calmado, y me tomó por el brazo. No pude verlo muy bien por toda la sangre que corría por mis ojos otra vez, pero iba vestido con un tipo de manto, usaba un turbante y tenía barba encanecida. Y él me alejó de la multitud. Miré sobre mi hombro. Había ahora un centenar de hombres detrás de mí y unas piedras alrededor del camino, pero ellos no intentaron -presumiblemente- golpear al extraño. El era como una figura del Viejo Testamento, el Buen Samaritano, un musulmán, tal vez el mullah de un pueblo- que estaba intentado salvarme la vida. El me llevó a la parte trasera de un camión de la policía, pero los policías no se movieron. Estaban aterrados. "Ayúdame", seguí gritando a través de la pequeña ventana en la parte trasera de su taxi, mis manos chorreaban sangre en las ventanas. Ellos manejaron unos metros y pararon hasta que un hombre alto les habló. Entonces manejaron otros 300 metros.

Y ahí, junto al camino estaba un convoy de la Cruz Roja-Media Luna Roja. La multitud aún estaba detrás de nosotros. Pero dos asistentes médicos me colocaron detrás de uno de sus vehículos, virtieron agua sobre mis manos y cara, y comenzaron a vendarme la cabeza y el rostro. "Recuéstate y te cubriremos con una manta para que no te puedan ver", dijo uno de ellos. Ambos eran musulmanes y sus nombres deben ser mencionados porque fueron buenos conmigo, ellos son verdaderos hombres buenos: Mohamed Abdul Hamil y Sikder Mokaddes Ahmed. Yacía en el piso, gimiendo, consciente de lo que pude haber vivido.

En pocos minutos Justin llegó. El fue protegido por un soldado de Baluchistan Levies -un verdadero fantasma del Imperio Británico que con un simple rifle mantuvo a las multitudes lejos del carro en el que Justin ahora estaba sentado. Cojeaba con mi morral, que nunca me arrebataron. Me decía a mí mismo, como si mi pasaporte y mis tarjetas de crédito fueran como una especie de Santo Grial.

Pero ellos se quedaron con mi par de anteojos, estaba ciego sin ellos y mi teléfono celular estaba extraviado, así como mi libro de contactos con cubierta de piel, que contiene 25 años de números telefónicos a través de Medio Oriente. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Preguntarle a cada uno que conocí que me vuelva a enviar sus números telefónicos? Cielos, dije, tratando de golpearme con los puños, hasta que me di cuenta que sangraba por una cortada en la muñeca, la marca del hombre al que le pegué en la mandíbula, un hombre en verdad inocente de cualquier crimen, excepto de ser víctima del mundo.

He pasado más de dos y media décadas reportando la humillación y miseria del mundo musulmán, y ahora su furia me ha cobijado también. ¿O ha sido así? Ahí estaban Mohamed y Skider de la Media Luna Roja y Fayyaz, y Amanullah, quien nos invitó a su casa curarnos. Y ahí estaba el santo musulmán que me tomó del brazo. Y entendí que hubo hombres y niños afganos que me atacaron a mí, a quien nunca debieron hacerlo. Pero su brutalidad fue enteramente producto de otros, de nosostros, o de aquellos quienes armaron su lucha contra los rusos e ignoraron su dolor y se rieron de su guerra civil, y los armaron y les pagaron nuevamente por la "guerra de las civilizaciones", a sólo unas millas de donde bombardearon sus hogares y desgarraron a sus familias, en lo que ellos llamaron "daño colateral".

Pensé que debería escribir lo que nos ocurrió en este temeroso, tonto, sangriento y pequeño incidente. Le temí a otras versiones que pudieran producir una narrativa diferente como: un periodista británico "fue golpeado por una multitud de refugiados afganos". The Mail of Sunday ganó el premio por una distorsión. Fisk, reportó -aparentemente de 63 años, no 55 años- fue, sí, "golpeado por una multitud de refugiados afganos". Y yo debía decir, pero no lo dije, que "estoy dispuesto a sorportar las cicatrices el resto de mi vida".

Toda referencia a mis repetidas aseveraciones de que la furia de los afganos estuvo justificada, que no los culpo por lo que hicieron, ha desaparecido.

Y, por supuesto, ese es el punto. La gente que soporta las cicatrices son los afganos, las cicatrices hechas por nosotros -por los B52, no por ellos. Y lo diré nuevamente. Si yo fuera un refugiado afgano en Kila Abdullah, hubiera hecho lo que ellos hicieron. Yo hubiera atacado a Robert Fisk. O a algún otro occidental si lo encontrara.

© Copyright The Independent

Traducción Erik Vilchis

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