Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 10 de diciembre de 2001
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Política
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LUNES Ť 10 Ť DICIEMBRE Ť 2001

Carlos Fazio

El general Quintanar y la guerra sucia

Para el general retirado Alberto Quintanar, en los años setenta, en México, no hubo guerra sucia. Simplemente, al ejecutar las órdenes de los presidentes de turno, el Ejército llevó a cabo una guerra para "limpiar" el país de "delincuentes" maoístas, trotskistas y estudiantes que querían "desestabilizarlo".

quintanar_lopez_5tvDestacamentado en Michoacán en los días de la persecución de los movimientos armados de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez en Guerrero, el militar sólo recuerda "rumores" sobre la ejecución sumaria de guerrilleros; aunque concede que a muchos, "al parecer, los desaparecieron". Sobre la creación de una fiscalía especial para desapariciones forzadas, dijo a su entrevistador, Gustavo Castillo García: "¡Fiscal, madres! Yo tengo Ministerio Público, jueces, procurador, prisión militar. ¡Qué jijos de la chingada! ¿El fuero de guerra vale madre?" (La Jornada, 7/12/01)

Como Quintanar, otros dos camaradas de armas involucrados en la represión en Guerrero -el general de división Enrique Salgado Cordero y el mayor retirado Elías Alcaraz- han argumentado que en los años de la guerra sucia los militares sólo "cumplieron órdenes". Declaró Salgado: "El Ejército no se mandaba sólo. Los militares cumplimos con nuestro deber; siempre recibimos órdenes superiores". "Hubo órdenes presidenciales", dijo Alcaraz. Hoy, tras casi 30 años de impunidad -y como hicieron antes los militares genocidas argentinos-, los otrora valientes cruzados anticomunistas mexicanos ("¿usted cree que se iba a dejar que el país fuera comunista? Estados Unidos no lo hubiera permitido nunca", justificó Quintanar) buscan ampararse en los falaces principios de la obediencia debida y la jurisdicción militar.

Es precisamente a esa figura de la obediencia debida, que por lo general remite a reglamentos militares o presidenciales secretos -y que desnuda a la vez una implementación controlada y jerárquica, mediante una cadena de mandos naturales, de un accionar paralelo y colectivo de las fuerzas armadas y de seguridad del Estado al margen de la ley-, a la que recurren hoy los cultores de la guerra sucia en México para ampararse ante cualquier acción de la justicia que les quiera pedir cuentas por los eventuales "excesos" (Luis Echeverría) y "lamentables hechos" (Rafael Macedo de la Concha) en que pudieron haber incurrido en el cumplimiento de las "operaciones de limpieza" ordenadas por la superioridad.

Se trata de la mentada disciplina castrense, que implica que para un soldado "las órdenes no se discuten, se cumplen"; lo que supone un proceso previo de "autorización" de una autoridad reconocida como legítima.

Acto jerárquico que justificaría de manera automática cualquier orden, que debe ser asumida como legítima por el subordinado, quien debe actuar como si no tuviera posibilidad de elección (ni siquiera moral, por ejemplo, frente a la tortura o la ejecución sumaria clandestina de prisioneros). La fórmula salvadora orden-obediencia, que esgrimen hoy Salgado y Alcaraz, pero que muchas veces, cuanto más grave es la orden, más difusa suele ser su formulación y más se difumina el lugar del que emana, perdiéndose en la cadena de mandos. Lo que transforma mesiánicamente los crímenes de los militares en "actos de servicio", y les garantiza impunidad en casos graves de ejecuciones sumarias, torturas, secuestros y detenciones desapariciones de prisioneros en que puedan haber participado.

Lo que ha existido es una cadena de cómplices silenciosos que posee una mística colectiva y opera con espíritu represivo de cuerpo, protegiéndose unos a otros. Una suerte de homogeneidad de las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad del Estado, sellada tanto por el pacto de sangre como por el de la corrupción (incluido el botín de guerra, por ejemplo en allanamientos), en el marco de un proceso de burocratización que implica una cierta rutina y que, como señala Pilar Calveiro, "naturaliza" las atrocidades y, por ello, dificulta el cuestionamiento de las órdenes. "En la larga cadena de mandos cada subordinado es un ejecutor parcial, que carece de control sobre el proceso en su conjunto. En consecuencia, las acciones se fragmentan y las responsabilidades se diluyen".

(Quintanar afirma poseer copias de documentos confidenciales de esos años, guardados en un banco de Estados Unidos, por lo que podría ayudar a echar luz sobre secretos de la guerra sucia en México.)

Debido a la "institucionalidad" y a las "formas" de los regímenes civiles autoritarios priístas -en un hemisferio plagado de dictaduras castrenses-, la responsabilidad del Estado mexicano en la barbarie y represión de la guerra sucia fue un caso menos sonado, pero, al menos en lo cualitativo, no estuvo a la zaga de las atrocidades de los gobiernos golpistas de Centro y Sudamérica. Según la investigación que la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) presentó al presidente Vicente Fox, 250 de 531 detenidos desaparecidas fueron ejecutados tras permanecer en cárceles municipales o estatales y oficinas federales, incluidas instalaciones militares como el Campo Militar Número Uno. Existen testimonios de que en Guerrero se aplicó la "solución final": "vuelos de la muerte" para desaparecer a reos desde aviones sobre la bahía de Acapulco, como ocurrió en el río de la Plata, en el sur del hemisferio, hechos denunciados por el oficial argentino Scilingo.

En ese sentido, las "operaciones de limpieza" del Ejército Mexicano (general Quintanar dixit) fueron una copia de las vesanias cometidas en el Cono Sur por las dictaduras de Augusto Pinochet, Videla, Garrastazú, Stroessner, Bordaberry y Bánzer, quienes, bajo el Plan Cóndor, pusieron en práctica la tortura masiva y la desaparición forzada de personas como herramientas principales de la guerra antisubversiva y el terrorismo de Estado. Pero esa guerra antisubversiva que asoló a América Latina en los setenta, México incluido, no fue un virus. Tuvo una doctrina que se retroalimentó teórica y prácticamente de las guerras sicológicas o contrainsurgentes de otras partes del mundo (la guerra de Argelia y la lucha antisubversiva en Guatemala, en particular), y que produjo una teoría de la represión que resultó funcional para países con particularidades sociales y políticas diferentes: la Doctrina de Seguridad Nacional, de impronta estadunidense.

Esa concepción de guerra contra el pueblo -que en nuestro hemisferio asumió la retórica propagandística del Pentágono de lucha contra la "subversión comunista" y el "terrorismo apátrida", que fue identificado como el "enemigo interno" por estamentos castrenses que actuaron como ejércitos de ocupación en sus propios países- llevó a sus ejecutores a adoptar formas de guerra irregular o métodos "no convencionales" de respuesta oficial: los grupos operativos no se identificaban, no usaban uniforme, operaban en locales clandestinos o semioficiales, como el Grupo de Tareas 3.3.3.2. de la Escuela de Mecánica de la Armada, en Argentina, o los miembros del Batallón Olimpia y la Brigada Blanca en México.

Uno de los principales instrumentos de esa forma no convencional de lucha fue la tortura, lo que colocó a sus ejecutores fuera de las reglas de juego del Estado tradicional. Al adoptar la lucha clandestina, el Ejército obtenía una ventaja sobre el enemigo y además se persuadía a la población por el terror. Con matices, esa lógica: inteligencia militar (tortura) y contrainteligencia (acción clandestina del Ejército), desembocó en la necesidad del exterminio (terror) del enemigo interno. Con una finalidad adicional: sus efectos "expansivos", es decir, el terror generalizado.

Esa doctrina y sus ejecutores -como Quintanar- se apropiaron incluso de las palabras. Por ejemplo, de una palabra hermosa, como subversión -que da vuelta a las cosas, que busca transformar lo establecido- quedó una versión empobrecida, que califica -y descalifica- a un delincuente. Como dice Elsa Osorio, los propagandistas de las dictaduras no fallaban nunca: "siempre se referían a la delincuencia subversiva". Fue una guerra; "guerra limpia", según Quintanar. Sin embargo, los militares y policías, a quienes consideraban el enemigo, no le dieron ni siquiera el nombre de guerrilleros. "Dueños de la vida y de la muerte, también se sintieron dueños de la palabra" (Osorio). Así, los opositores armados eran considerados "delincuentes", "subversivos". Como Genaro Vázquez y Lucio Cabañas en Guerrero. Sus organizaciones fueron denominadas "bandas de delincuentes". En el marco de esa doctrina, aunque Quintanar no lo diga, los "delincuentes maoístas, trotskistas y estudiantiles" a los que alude el militar mexicano eran el "enemigo interno". Y la consigna de la hora era "limpiar" el país de delincuentes. Es decir, exterminarlos, como en Argentina, Chile y Uruguay. O ejecutarlos, según afirma el documento de la CNDH que pasó en México.

Así, por la vía de los hechos, se aplicó la pena de muerte contra "delincuentes subversivos" a los que se privó del estatuto legal derivado del derecho internacional público; por consiguiente, no fueron tratados como prisioneros de guerra. Una fórmula nada original. Como resaltó el testimonio del fiscal Strassera para el caso del genocidio en Argentina, se aplicó el método del decreto de Hitler de 1941 Nach und nebel (noche y niebla). Se trató de que la familia, los amigos y el pueblo en general desconocieran el paradero de las personas secuestradas o eliminadas.

Esa política de tortura y desapariciones fue factor central en los manuales de contrainsurgencia del Pentágono y de los cursos de los asesores estadunidenses y franceses, como el experto estadunidense Dan Mitrione, ejecutado en Uruguay por los tupamaros, y el general Paul Aussaresses, un ex oficial de inteligencia galo especializado en antisubversión. "Héroe" de la batalla de Argel, instructor en Fort Bragg, Carolina del Norte (de donde surgieron los famosos boinas verdes estadunidenses que inundaron América Latina en los setenta), a Aussaresses se le sigue una acción judicial en Francia por "apología de crímenes de guerra" a partir de las confesiones que hace en su libro Servicios especiales: Argelia, 1955-1957.

Como el octogenario Aussaresses, quien no se arrepiente de nada, el general Ramón J. Camps, otro epítome de la guerra sucia en Argentina, desnudó la sicopatía de "los salvadores de la humanidad" y exhibió la naturaleza del terrorismo de Estado y su carácter genocida. "Sí, hubo muertos y desaparecidos. (...) Nuestro único fin fue el hombre, el hombre argentino. Por él se mató y por él su murió. (...) Creo que hay entre 6 y 8 mil desaparecidos (30 mil señalan los organismos de derechos humanos). Aquélla fue una guerra sucia. Los que la hicieron sucia fueron los subversivos".

Idéntico razonamiento de Quintanar; la misma coartada justificadora de Diego Fernández de Cevallos, coordinador de los senadores del PAN. El partido "humanista" y "democrático" del presidente Fox, defensor de los derechos humanos urbi et orbi.

Es política y humanitariamente inaceptable que mediante argucias leguleyas y triquiñuelas dilatorias se pretenda exculpar a las instituciones autoras de la guerra sucia en México y a sus responsables directos. Si con vida se los llevaron a cada uno individualmente, los militares y los jefes civiles de la represión (Nazar Haro, Quirós Hermosillo, Acosta Chaparro, Jesús Miyazawa, Guillermo Casilla, Andrés Acevedo, Luis de la Barreda) deberán explicar, en cada caso, quién ordenó la detención y en qué circunstancias (incluidos presidentes de la República, si ellos dieron la orden), e informar cuál fue el destino del reo.

La desaparición encierra la aporía de la existencia-no existencia. No se puede omitir la naturaleza genocida del terrorismo de Estado. En Argentina la dictadura fue la primera interesada en dar por muertos a los desaparecidos. Pero con una muerte abstracta, sin momento concreto y sin ejecutores; sin cadáveres. La Junta Militar trató de encubrir su acción criminal con una suerte de filosofía determinista: una especie de resultado trágico, "no querido", pero inevitable. Una situación impregnada de fatalismo entre "hombres del orden" y "delincuentes subversivos", que no podía terminar de otro modo.

Sin embargo, la vida de cada ciudadano se presume. Como tal, la lucha por los desaparecidos contiene como consigna central como exigencia: "¡con vida los llevaron, con vida los queremos!" Renunciar a reclamar la aparición con vida de los detenidos desaparecidos, presupone condenarlos a muerte. Por eso, los perros de la guerra, los ejecutores de las órdenes de la guerra sucia, deben decir qué pasó y asumir sus responsabilidades. También sus desmemoriados jefes, incluido Luis Echeverría, quien, no sin cinismo, declaró que "el Ejército mexicano actuó en Guerrero con rectitud y patriotismo".

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