Otra temporada en
la granja, no tan mala, pero no la mejor. No puedo pasar todo el día
leyendo, así que escribo, o intento hacerlo. Ejercicio inútil.
Mis libros están fuera de impresión, aún Política
Sexual, y el manuscrito acerca de mi madre no puede encontrar una editorial.
Intento también conseguir un empleo. Al principio las voces académicas
fueron amables y abrieron sus puertas imaginando que soy rica y hago
esto por diversión. Con un ligero tono de culpa me ofrecen mi
nuevo sueldo de esclava: U$S 3,000 al año. ¡Pero yo no
podría vivir con eso!, reclamo. «Nadie podría»,
sonríen desde sus puestos de U$S 50-80,000. Una plaza docente
real parece ser imposible ahora, y no sólo en mi caso. Tengo
amistades con doctorados ganando tan poco como U$S 12,000 al año,
viviendo una intrincada existencia corriendo en automóvil por
cinco escuelas diferentes y en el límite económico. Estoy
muy vieja para eso y debo ganar mejor. «¡Oh, el presupuesto!»,
musitan, «realmente no tenemos fondos, a pesar de lo mucho que
nos gustaría tenerla con nosotros».
«¿Seguramente estoy calificada como académica acreditada
con años de experiencia docente y un doctorado con honores de
Columbia y Oxford First, ocho libros publicados?», pregunto. Ellos
me llamarán.... Pero nunca lo hacen.
Empiezo a preguntarme ¿en qué estoy mal? ¿Estoy
demasiado fuera de línea o demasiado vieja? Tengo 63 años.
O, ¿soy la vieja ante la nueva escuela feminista? O, ¿es
algo peor? ¿He sido denunciada o desacreditada? ¿Por quién?
¿Qué pasa? ¡Mis modales!..., Dios sabe que soy lo
suficientemente amable con esta gente. ¿Mi feminismo me ha hecho
abrasiva?
No puedo conseguir empleo. No puedo ganar dinero. Excepto vendiendo
árboles de Navidad, uno por uno. No puedo enseñar y no
tengo nada más que ser granjera. Y cuando físicamente
ya no pueda, ¿qué haré entonces? Nada de lo que
escribo ahora tiene prospecto de verse impreso. De todos mis supuestos
logros, no tengo ninguna habilidad vendible.
Da miedo ese futuro. Cuando se acaben mis ahorros, ¿qué
pobreza habrá por delante, qué mortificaciones? ¿Por
qué imaginé que sería diferente, que mis libros
me darían algún magro ingreso, o que al menos podría
dar clases en el momento en el cual casi todas las demás docentes
se retiran?
Desde mi libertad de escritora y artista he servido todos estos largos
años. Sin salario, he logrado sobrevivir con lo poco que acostumbro,
y hasta guardar un poquito, para invertir en una granja y convertirla
en una colonia de mujeres. Los ahorros pueden durar unos siete años.
Así que en siete años debo morirme. Pero probablemente
no será así, las mujeres en mi familia viven para siempre.
Tanto como me cansa la vida sin propósito o sin trabajo significativo
que la haga soportable, no puedo morirme porque en el momento en que
lo haga, mi escultura, dibujos, negativos y serigrafías serán
tiradas al basurero.
The Feminist Press, el otoño pasado, me ofreció quinientos
dólares por reimprimir Política Sexual. No sólo
les tomó 12 meses hacer la oferta sino que tampoco podían
hacerlo antes del año 2000, ya que necesitaban encargar uno o
dos prefacios de lujo escritos por académicas en estudios de
la mujer, más jóvenes, más maravillosas. Mi agente
y yo nos sentimos felices de rehusar su oferta. Subieron la oferta a
mil dólares.
Aunque el libro está siendo celebrado en una antología
de los 10 libros más importantes que la casa Doubleday ha publicado
en sus 100 años de existencia, los poderes de esta editorial
se rehusan también a imprimirlo. Una joven editora de Doubleday
le dio a entender a mi agente que el trabajo teórico feminista
más reciente y «en el clima actual», de alguna manera
había convertido a mi libro en obsoleto. Estoy fuera de moda
en la nueva industria de las casitas académicas del feminismo.
Recientemente un libro preguntaba: ¿Quién se robó
al feminismo? Yo no fui. Ni fue Ti-Grace Atkinson. Ni Jill Johnston.
Todas estamos fuera de impresión. Nosotras no hemos podido construir
lo suficiente para crear una comunidad o seguridad. Algunas mujeres
en esa generación desaparecieron para luchar su destino solas
en el olvido. Otras, como lo hizo Shula Firestone, desaparecieron en
los asilos y aún no regresan para contarlo. Hubo tristezas que
sólo pueden terminar con la muerte: María del Drago escogió
el suicidio, también lo hizo Ellen Frankfurt, y Elizabeth Fischer,
fundadora de Aphra, el primer periódico literario feminista.
Elizabeth y yo solíamos encontrarnos en las tardes en un cómodo
y antiguo café hippy en Greenwich Village. Allí, en público
para evitar los peligros de la privacía suicida en casa, escribió
algunos de los pasajes más densos de The Loony Bin Trip. Ella
terminó el libro que fue el trabajo de su vida. Probablemente
no estaba teniendo la recepción que ella esperaba en el ya saturado
nuevo mercado de textos de estudios de la mujer, escritos por repentinas
especialistas en este campo. Elizabeth y yo, junto a un «desayuno
de tarde» conversábamos disfrazando cuidadosamente nuestras
miserias. Las feministas no se quejaban entre sí entonces, cada
una imaginaba que la soledad y sensación de fracaso era única.
Los grupos de auto-conciencia ya no existían. Una no tenía
colegas: Nueva York no es un lugar cálido.
Elizabeth está muerta ahora y yo debo vivir para contar la historia,
esperando decirle a otra generación algo que quisiera que sepan
sobre la larga lucha de la liberación de la mujer, algo acerca
de la historia de Estados Unidos y la censura. Quizás pueda también
tener la esperanza de explicar que el cambio social no llega fácil,
que las pioneras pagan un precio alto y una soledad innecesaria por
aquello que sus sucesoras toman por hecho. ¿Por qué las
mujeres parecen particularmente incapaces de observar y honrar su propia
historia? ¿Qué vergüenza secreta nos hacen tan obtusas?
Ahora tenemos una laguna entre la comprensión de una generación
y la siguiente, y hemos perdido mucho de nuestro sentido de continuidad
y camaradería.
Pero también he pasado 40 años como una artista, habituada
al filo existencial y aun conforme proclamo que todo está perdido,
estoy planeando un regreso... imaginando una sinecura en derechos humanos
para la extrema tercera edad, ediciones de las colecciones de mis trabajos
y gloria final.
Justo la semana pasada, después de una cena y una buena obra
de teatro, soñando despierta sumaba las rentas de la granja y
veía la manera de hacer arreglos: el techo viejo, pintar las
construcciones... Empacando mis sumas, extasiada porque finalmente pagué
mis tarjetas de crédito, garabateando a las tres de la mañana
que plantaré rosas otra vez, último gesto de éxito.
Habré ganado después de todo. Vivir bien es la mejor venganza.
Mis ahorros analizados a la luz de la magia aritmética computarizada
en un programa que tiene el The Elder, más la porquería
de rata de mi seguro social sellan mi determinación. Al parecer,
podría estar liberada de las humillaciones de buscar un empleo
regular, de la obediencia institucional, de la discreción o reglamentación.
Parece que, con una existencia mínima de supervivencia, puedo
permanecer libre y bohemia, una artista-escritora ocupada y libre de
empleo remunerado. Libre al fin -esperando vivir realmente cerca del
suelo.
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