Ciudad de México. El Jueves Santo en Iztapalapa no fue cualquier día. Desde las tres de la tarde, el sonido de las trompetas marcó el inicio de un recorrido de más de diez kilómetros por los ocho barrios originarios de la demarcación.
Más de dos millones de asistentes se esperan en esta edición 182 de la Pasión de Cristo, representación que trasciende lo religioso y se afianza como acto cultural, memoria viva y resistencia popular.
Desde el segundo callejón de Aztecas, donde ensayan los actores, partió la procesión. Romanos, nazarenos, mujeres del pueblo y niños como Emmanuel Yllescas, de 10 años, caminaron juntos.
“Mi abuelito me enseñó a tener fe”, dijo el joven con serenidad, mientras decenas de personas lo rodeaban. Su voz resumía el espíritu del día: una herencia que se transmite de corazón a corazón.
Para garantizar la seguridad, el gobierno capitalino desplegó 14 mil elementos policiales y 2 mil personas del C5. El calor fue implacable, pero la fe, inquebrantable.
Entre paletas, sombrillas y calles adornadas con moños morados, se escuchaban redobles de tambor, saludos desde las azoteas y el eco de un “¡presente!” colectivo cuando se nombró a actores fallecidos.
“Esto no es sólo fe, es cultura, es identidad”, dijo Noemí Castro, mujer mayor que seguía la procesión en silla de ruedas. Como ella, muchos ven en esta tradición un acto de pertenencia. Aunque el viacrucis en el Cerro de la Estrella se realiza el Viernes Santo, la jornada del jueves fue una celebración en sí misma: teatro del pueblo, ritual compartido, memoria en movimiento.
Por la noche se escenificará la Última Cena, la traición de Judas y la venta de Jesús, como parte de la continuidad del relato bíblico que año con año convoca a miles en Iztapalapa.