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Desaire y angustia

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Foto oficial de la cumbre de líderes europeos celebrada en París a fines de marzo de 2025. Foto Europa Press
09 de abril de 2025 00:03

Pareció como simple desaire entre políticos de primer nivel. Al notarlo, los afectados sintieron el abandono y les angustió la soledad. El osado autor del drama en curso se regodeó con punzante satisfacción. La sensación le penetró hasta inundarlo con abarcante sensación de poder imperial. Al citado a comparecer en esa junta, hasta el momento proscrito por el llamado Occidente, le repuso la estelaridad que, para muchas causas, tampoco había perdido del todo. Le habían decretado innumerables sentencias terminales. Se inauguró así un nuevo arreglo geopolítico que alteró lo que, hasta ese momento, fue usanza mundial. Sentados a la mesa en Arabia Saudita, los nuevos adalides se turnaron querellas: quisieron fincar la paz en Ucrania sobre bases por ellos, y sólo ellos, decididas. 

Fuera de ese recinto, quedaron, pasmados y dolidos, tanto ucranios como atildados europeos. Personajes hasta ese momento agraciados merecedores de una silla especial de participantes. Dentro del cuarto sólo permanecieron mirándose a los ojos con cierta desconfianza rusos y estadunidenses. Todos, funcionarios de primer nivel jerárquico en sus naciones. 

El doliente viaje de países acostumbrados a decidir y ganar se había iniciado. La sensación de inmerecida exclusión se empalmó con traicionero trato del considerado socio. Nunca esperaron la trasgresión hecha por su aliado mayor. Ese, precisamente, del cual dependían para cobijarse en su sombrilla atómica. El que los había patrocinado por más de medio siglo. Quién les alumbraba la ruta a seguir, a quién despreciar o darle sitio en sus comunicaciones y, sobre todo, a quién plantarle solemne declaración de enemigo. Sintieron la imperiosa urgencia de confirmar tan agudo sesgo en su confianza. No aceptaban el destierro decretado, menos aún el voluntario. Con prontitud, llamaron a un cónclave en París, aunque fuera incompleto y sin la totalidad de la comunidad e improvisado. Tenían que verse las caras en busca de calor y auxilio mutuo. 

Ahí se juntaron, llamados por el francés y secundado por un inglés desorientado. El español y la titubeante italiana aparecieron sin estelaridad alguna. El alemán, ya en franco retiro de su encargo y otros adicionales completaron esa junta apaciguadora de ansiedades. Volvieron a reunirse en Londres, con menos premura y algo más de perspectiva. Aunque, el panorama que visualizaban quedaba ciertamente incompleto. Lo que atisbaron del futuro poco les calmaba sus inquietudes. Iniciaron, sí, la ruta para radicarse en medios propios. Volaron, tanto Macron como Starmer, presurosos hasta el Washington de sus inquietudes y esperanzas. Deseaban oír, en directo, lo que se negaban a admitir como nueva realidad: su destierro de la seguridad patrocinada por las alforjas estadunidenses. 

De ahora en adelante, deberían pagarse su extraviada confianza en la vida. Por delante quedaba el deseo, conjunto, de disfrutar, tranquilos, los beneficios ya alcanzados. Pero, sobre todo, aliviando, de ser posible, las inevitables penalidades de sus altos costos. 

La pompa de la Europa de los hallazgos notables, las conquistas ejemplares en bienestar, la sociedad igualitaria, los descubrimientos, la creación y la ciencia, no evitaron el seco descontón. El gandul que los recibió no tuvo pena alguna por lo causado. Ahora debían valerse por sí mismos y prepararse a lo venidero: un mundo puesto al revés de sopetón. Ahí debían conquistar, de nueva cuenta, el lugar propio. Tendrían que pagar, además, por lo que, según el gañán que los hacía sufrir, alegaba que el mundo le debía. No más saquear a los inocentes y generosos, sostuvo con fanático cinismo. Llegó el que deberá mostrar los dientes por sus conciudadanos. Deberán los ciudadanos del mundo, incluyendo, ciertamente, a los europeos, absorber el costo de escriturar el abultado superávit comercial (800 mil millones de dólares anuales) causado. Enorme costo que, según trumpiano alegato, apechugaban los contribuyentes del país que, todavía se dice, el más rico del mundo. 

Los ánimos y sentimientos comenzaron a serenarse. Diseñaron un magno programa de defensa: 900 mil millones de euros. Aunque, al mismo tiempo, los alemanes volvieron la mirada al negocio del gas ruso, que tanto extrañaron con su ausencia. Tendrán que enfrentar unidos, si pueden y con sus fuerzas –que son vastas–, los aranceles que ahora y, además, les han plantado en la frente. La alevosía y prepotencia, en sus autoritarias tácticas comerciales, derramó abundante soberbia. Al parecer los europeos han entendido que requieren contar con un ejército que los proteja. Todavía imaginan al temido enemigo ruso al acecho, ávido de conquistas, deseando invadirlos. Figura bélica en mucho equivocada. 

Después de la paz en Ucrania deberán meditar y establecer qué tanto de esa idea les corresponde, o qué tanto fue impuesta y aceptada por su ahora lejano e inconstante socio. Mientras, deberán responder al atropello causado por el estadunidense.



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