Mi hermana Kitzia nació en París, el 23 de junio de 1933, y murió el miércoles 26 de marzo de este año, 2025, en Tequisquiapan, Querétaro, a las 8 de la noche. Como escasamente le llevaba yo un año y un mes, de niñas no nos separamos, sino una vez, cuando, por no contagiarla con mi escarlatina, Kitzia (en realidad Sofía) vivió un mes en casa de su madrina, Odette Polroger, dueña del champán Polroger. También nos separamos cuando cumplí 17 años y me quedé interna tres en el Convento del Sagrado Corazón, Eden Hall, en Filadelfia, Estados Unidos.
El convento más cercano a Eden Hall era el de Kenwood, con el que competíamos en juegos de hockey, en los que Kitzia destacó, y concursos que ella ganó al subir al escenario y bailar frente a la emperatriz Zita de Hungría.
Totalmente enrejado, negro y altanero, Eden Hall se alzaba entre un manicomio y una cárcel en el pueblito de Torresdale, Pennsylvania. Nuestra única relación con el exterior era una estación diminuta en la que viajamos a Nueva York en vacaciones.
En ese páramo solitario, cuyos edificios amenazantes aprisionaban a quienes rompen la ley, se levantaba nuestro convento antiguo, severo y separado del mundo y de la vida de todos los días, mi hermana Kitzia, fogosa y muy desenvuelta, no aguantó y desafió a mis padres: Yo no regreso. En cambio, ahí viví yo tres años muy feliz, porque adquirí un espíritu competitivo que no imaginaba tener.
Mi hermana siempre tuvo más carácter que yo. Hizo reír a Mamá al afirmar: Yo ya sé todo lo que tenía que aprender. Su carácter fuerte, su encanto personal, la enorme seguridad en sí misma, que le enseñó a decir que no, la acompañaron hasta el momento en que enfermó en Tequisquiapan, donde hizo muchos amigos.
Durante nuestras vacaciones en México, en 1952, mi hermana se negó a regresar a la cárcel de Eden Hall. Lo consideraba un reclusorio para niñas bien, y ella quería ser un torbellino capaz de enfrentarse a todos los elementos con su baile en el escenario de Bellas Artes.
Llena de talento y de creatividad, Kitzia en México fue discípula del gran Sergio Unger, quien la hizo bailar en la sala principal del Palacio de Bellas Artes en múltiples ocasiones. Ese maestro de origen ruso se desesperó cuando Kitzia se casó al final de sus 17 años, demasiado joven, con Pablo Aspe Sais, de quien se hizo novia casi al bajar del barco Marqués de Comillas, que atracó en la isla de Cuba donde tomamos, por primera vez, un avión bimotor que nos trajo al aeropuerto de México. Al embarazarse pronto, renunció al escenario. El telón de cristales que representan al Popo y a la Izta nunca volvió a levantarse para ella.
Mi hermana hacía reír con facilidad, y cuando no, bailaba como la Pavlova; como Waldeen, su maestra; como Sergio Unger, también su maestro, desolado porque su alumna favorita estaba creciendo demasiado y las mujeres altas en el ballet ruso no son bienvenidas. A Sergio Unger le complacía mucho que los bailarines mexicanos fueran chaparritos y muy apasionados.
En la casa, Kitzia hacía reír dos veces porque imitaba a las visitas y reproducía con gran sentido de humor lo que decían a la hora de comer. Alguna vez, Carlos Fuentes me comentó que no sabía que mi hermana tuviera tanto sentido del humor y Salvador Elizondo decidió invitarla a participar en la revista S.nob, en la que ella, a petición del director, apareció montada en una motocicleta en varias ocasiones. Lo que sí, mi hermana siempre adoró a caballos y perros, a imitación de nuestra abuela, Elena Iturbe de Amor.
En 1942 llegamos a México, para quedarnos toda la vida, Mamá (Paula Amor), Kitzia y yo después de un largo viaje en el enorme Marqués de Comillas, al que subimos en Bilbao. Kitzia no quería salir del camerino y sufrió todo el viaje, mareada por las olas, el viento en cubierta y las sillas llamadas trasa-tlánticas, en las que nunca pudo sentarse. Extrañaba a Papá (el capitán Jean E. Poniatowski), quien nos había despedido en la estación de Toulouse para después atravesar a pie los Pirineos con otros militares y reunirse con el general De Gaulle en Argelia, donde ya se encontraba su hermano André y dos de sus jóvenes sobrinos, Philippe y Marie André.
En cuanto a Kitzia, a lo largo de toda su vida, su carácter fuerte, su encanto personal, la nobleza de su espíritu y capacidad de entrega le enseñaron a seguir un camino ascendente, aunque lleno de avatares que supo sortear. Cuidó durante toda su vida a su hijo, Alejandro Aspe, quien sufrió un accidente que lo mantuvo vivo durante años, sabe Dios por qué razón.
En la época de Eden Hall, mi hermana y yo fuimos muy cercanas sobre todo en la noche en el dormitorio de 20 camas separadas por cortinas que nos aislaban de la mirada severa de la madre superiora. Un acceso de tos, un grito en medio de una pesadilla, un quejido de dolor se oían a través de un oleaje de respiraciones como se oyen las olas de mar. Kitzia y yo dormíamos en cubículos inmediatos que nos permitían hablar a través de la cortina. Kitzia me daba órdenes: Mañana temprano me haces la cama, y así hice durante un año. Mis padres la obedecieron, mi hermana podía convencer a una piedra. Todos los días, al primer campanazo, yo hacía su cama a velocidad supersónica para evitar que la regañaran, aunque Kitzia, muy hermosa, alta, ágil, nerviosa, mucho más rápida que yo, podía confrontar cualquier situación desfavorable y hacer creer cualquier cosa a un público que la adoraba. Conservó ése poder a lo largo de toda su vida, tanto en Houston, al lado del oftalmólogo Connard Moore, como en su matrimonio con Charles Nin, sobrino de la novelista Anais Nin. Convincente a morir, Kitzia ganó todas las partidas, así como finalmente ganó la gran batalla de su vida y de su muerte en Tequisquiapan.
Yes, yes, yes, Kitzia, of course you know best. Desde niña, rápido iba al baño, rápido se peinaba, rápido estaba formada en la fila lista para hincarse en la capilla a oír misa, rápido conquistaba a Cristo y a la Virgen María y a su Ángel de la Guarda, que siempre terminaba por pedirle perdón a ella. Talentosa como nadie de su generación, Kitzia agotaba todos los recursos y sus oyentes se rendían ante su creatividad y su evidente encanto. Quien se le pusiera en frente llevaba todas las de perder. En el convento, mi hermana era la primera en formarse en la fila de salida al recreo, en la fila de la entrada al comedor, en la fila de la gimnasia al aire libre, en la de la biblioteca en la que consiguió un primer premio por más de 377 horas de lectura, aunque la mayoría fueran novelas de Sherlock Holmes. Rápida, nerviosa, yegua de sí misma, pateaba la rutina con sus cascos de oro, como habrían de patearla más tarde los acontecimientos de una de las vidas más duras que me ha tocado presenciar a pesar de ser niña privilegiada, niña bien, niña dispuesta a enfrentarse a todo, porque mi hermana Kitzia vivió con enorme valentía el accidente en El Dorado y la tremenda y larga despedida de Alejandro, el segundo de los cinco hijos que tuvo.
Desde pequeñas nos vistieron igual, nos peinaron igual, nos bañaron al atardecer en la misma tina, nos sometieron a idénticos rituales, los mismos calzones marca Petit Bateau. ¿Se llamaban barquito para que navegáramos por el Sena? En el ropero nos esperaban vestidos y botitas de agujetas y zapatos de charol para los cumpleaños y días festivos, en los que Kitzia se lanzaba a bailar para todos sin hacerse nunca de rogar.
Kitzia tuvo una devoción especial por Papá, quien tocaba el piano que ella aprendió y hasta compuso algunas obras que interpretó durante toda su vida. Papá acostumbraba poner nuestras manitas sobre las suyas para que nos creyéramos Arturo Rubinstein o Claude Achille Debussy o Francis Poulenc, que mi abuelo invitaba a comer a la casa de la Rue Berton.
En ese hôtel particulier parisino, en cuyas paredes colgaban retratos de Boldini y pinturas atribuidas a Rembrandt, vivimos hasta mis 10 años. Ignorábamos que México existía salvo por las páginas del National Geographic Magazine, y fue una gran sorpresa que Mamá nos dijera, en 1942, que nos iríamos a México. Desde entonces, aunque hemos viajado, sabemos que México nos dará el privilegio de ser nuestra sepultura como fue de bisabuelos y de abuelos y de mi madre, que antes de casarse llevó el apellido Amor.
A mi hermana le deben mucho sus cuatro hijos, quienes ahora pasan grandes épocas de su vida en Tequisquiapan; le deben mucho todos aquellos a quienes cuidó, y siempre extrañaré su voz, su manera de comunicarse conmigo, su mirada cálida y, sobre todo, recordar que es el único ser humano con quien he reído hasta las lágrimas.