Vergüenza nacional están siendo los sucesos de horror en Jalisco, segundo estado más culto y rico del país, que encuentran semejanza sólo en los que identificados como Ayotzinapa sucedieron en Iguala hace 10 años.
Aquel drama tuvo el acto criminal y las mil torpezas oficiales que nos afligieron como resultado de insuficiencias, deficiencias y corrupciones en todo escalón del país. El entonces procurador General de la República, investigador central del caso, aún purga condena.
Creímos que esa amarguísima lección sería aprendida, pero no lo fue. Gobernadores, fiscales estatales, agentes del Ministerio Público y peritos no lo incorporaron. Pueden haber renovado sus leyes, multiplicado sus efectivos, adquirido novísimos equipos, pero como conclusión… todo sigue igual. Lo que tampoco ha cambiado es la ausencia del deber como honra.
Difícil expresar qué es la falta de conciencia del deber cumplido en un individuo en el que falsamente priva la certidumbre de que las cosas se están haciendo como debe ser, o peor aún, sólo como pueden hacerse. Hay de los dos perfiles: “estoy cumpliendo esforzadamente, como aprendí”, pero abunda el convencimiento de “no se puede de otra forma, así se ha hecho siempre”. No se conoce la dignidad de sentir el deber cumplido.
El caso de Jalisco da y seguirá dando mil lecciones; es simplemente espantoso para sus víctimas y seguramente significa el fracaso existencial del fiscal del estado y algunos auxiliares, quienes en seis meses no valoraron la gravedad y magnitud de lo que tenían en sus narices. Cubriendo sólo protocolos de rutina creyeron tener razones para sentirse tranquilos.
Para ellos, tener la justicia en sus manos resultó atender sólo mandatos reglamentarios mediante rutinas cotidianas, sin asumir la tremenda responsabilidad de su cargo: la procuración de justicia. No les caló en el alma lo que nunca aprendieron en la escuela.
Asistieron como a misa a aquellos momentos en que se intentó introducir en su alma el deber de Estado de garantizar seguridad y justicia a todo habitante del país. Nada les caló el sentirse responsables de vidas y bienes como les fueron confiados.
Nada asumieron sobre la seguridad y justicia que debe ofrecer el gobierno mediante las instituciones públicas de orden público y seguridad jurídica, espacio donde es elemental entender que su dimensión humana se fomenta permanente y profundamente en beneficio del pueblo, conciliando el ejercicio de las libertades democráticas con el respeto a éstas, cuando se vinculan con el requisito de paz social como beneficio público.
Nada se opone a esas ideas si aceptamos que el avance universal del crimen es una vigorosa determinante de la convivencia social. Las causas son tantas y tan variadas que resulta imposible sintetizarlas en este intento.
Siendo esto irrebatible, es necesario reconocer en paralelo que ciertos países han encontrado el equilibrio entre libertades y orden: unos de manera férrea con sociedades no evolucionadas, tiránicas; otros con gobiernos participativos y sociedades respetuosas. México no está en ninguno de los casos.
Nuestra barbarie es ostentosa y apabullante, vaya la prueba: cuatro ex presidentes autoexiliados, una docena de ex gobernadores presos o huyendo, 40 desaparecidos cada día de estos seis meses, 250 mil encarcelados, una sociedad trémula y desconfiada de sus jueces, fiscales y policías. Como sociedad, ¿qué calificación nos daríamos? Esto es un horror.
La vieja teoría de “municipio libre” hoy es claro que nunca fue efectiva. A partir de los tiempos posrevolucionarios, la fuerza real de los estados y federación para promover la paz pública y justicia se vio seriamente desatendida para propiciar su gestación conforme maduró el país.
Todo se recargó en las fuerzas armadas. Ni qué decir de la debilidad de los municipios. Entonces, ¿quién se encarga de qué? Jalisco es la factura de hoy por un siglo de desatinados parches y parece que vienen más.
Pareciera seguro que la gran incógnita para una mejor seguridad pública y justicia sería como vencer a todo ello, tan sintéticamente enunciados en el cuadrinomio: insuficiencia, ineficiencia, corrupción e impunidad, condiciones las cuatro que en la actualidad no corresponden de manera alguna a lo que fuera una realidad deseable y posible.
Imposible concluir sin repasar otro caso de horror, que sobran. El drama Morelos, pequeño pero conflictivo estado, que hoy luce un ex gobernador acusado de violar a una parienta; el Supremo Tribunal de Justicia, perdiendo toda dignidad, ofrece un espectáculo de salvajismo extremo entre sus magistrados; un fiscal botado a la calle por el Congreso estatal y otro huyendo de ser aprendido. ¿El resultado? La justicia está paralizada, el hampa se adueña de todo espacio social y la comunidad preguntándose quién ordenará ese caos.
Terminemos con una amarga conclusión: el país se hunde en la inseguridad e injusticia y no lo salvarán acciones paliativas como Sinaloa. La gran cirugía, tantas veces invocada y nunca real y trascendente, espera o un acto más de magia o un proyecto de Estado. Ninguno parece venir.
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