No sé si tengan ocasión de ver la película La Infiltrada, que ficciona el caso real de Elena Tejada, policía española infiltrada en el independentismo vasco y en ETA con el nombre de Arantzazu Berradre en los años 90. Está siendo un éxito de taquilla, tiene buena factura, como thriller engancha y hasta logró dos de los principales premios Goya en la última gala de la Academia de Cine española. En su viral discurso de agradecimiento, la productora, María Luisa Gutiérrez, reivindicó la valentía de hacer cintas arriesgadas sobre temas olvidados o incómodos y alabó el papel de la policía en el conflicto vasco.
Un brindis por las películas valientes, faltaría más, pero cuidado, porque son tiempos extraños en que los relatos hegemónicos se nos disfrazan de testimonios perseguidos y ocultados. Porque reivindicar como olvidada la historia de la policía en el conflicto vasco emite las mismas vibraciones que los lamentos trumpistas sobre la discriminación de los blancos y la persecución de la lengua inglesa.
En los años recientes se han producido en España toneladas de libros, artículos, películas, documentales y exposiciones para apuntalar el relato que trata de explicar el conflicto vasco como la lucha de una democracia ejemplar contra un grupo terrorista formado por energúmenos. Idiotas o locos, según los personajes de la película, derrotados conjuntamente por la acción policial y la presión social. Como en todos los lados, inútiles y lunáticos los hubo, no nos vamos a engañar, pero se trata de un relato amnésico que, evidentemente, impide abordar el tema con la complejidad que tiene e imposibilita entender que, pese a esa supuesta derrota absoluta de ETA y lo que representa, el independentismo de izquierda sea hoy electoralmente más fuerte que nunca en el País Vasco. Pero aquí no hemos venido a entender, sino a ganar. Batalla del relato, le han llamado en España.
El problema es que, la productora de La infiltrada, por mucha valentía que se otorgue a sí misma, recoge a pies juntillas la historia oficial, que no concuerda con la experiencia vivida y la memoria popular acerca del conflicto sobre el terreno, en el mismo País Vasco. Y no encaja porque dicha versión, entre otras cosas, opta por la amnesia ante personajes como el mando policial a cargo de la agente introducida en las filas enemigas. Se trata, según El Mundo, del comisario Fernando Sainz Merino, a quien en comisaría –y en la película– llamaban “El Inhumano”. Por su hiperactividad y exigencia con los agentes, según nos han contado los autores de la película.
Pero resulta que Sainz Merino fue señalado como torturador por tres independentistas catalanes en un temprano 1980 –en el primer caso, por el que el Estado español tuvo que responder ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos–. Posteriormente, fue jefe de la Policía Nacional española en el territorio vasco de Gipuzkoa entre 1992 y 1999, años en los que proliferaron los casos de tormento en las comisarías vascas y madrileñas.
¿De qué hablamos cuando hablamos de olvido? ¿De una historia a la que dedican una exitosa película con un presupuesto de 5 millones de euros, o de las víctimas de la guerra sucia del Estado, que la semana pasada presentaron una querella contra el ex ministro del Interior [similar a Gobernación] José Barrionuevo en busca de justicia, verdad y reparación? De cuál es el relato hegemónico que dio cuenta el propio Barrionuevo en la entrevista de 2022 que sirve como punto de partida para la denuncia presentada ante los juzgados. Sabiéndose impune, no tuvo empacho en autoinculparse por el intento de secuestro de un refugiado vasco en el País Vasco francés. “Yo mandé coger [entiéndase, agarrar] a Larretxea en Hendaia. ¿Era delito? Sí, sí”.
El reconocimiento de las vulneraciones de derechos humanos, de ETA y del Estado, es un paso importante a la hora de ofrecer garantías de no repetición. Pero hasta la fecha, sólo el extinto grupo armado ha reconocido el dolor causado. Lejos de ello, la cultura policial que dominó la estrategia contrainsurgente en el País Vasco, heredera directa de la franquista –eran los mismos agentes, no nos engañemos– sigue perfectamente vigente. Así lo muestra un libro recién publicado con el testimonio de un agente infiltrado en los movimientos sociales de Madrid a principios de los años 2000 (Guerrilla Lavapiés) y los cinco casos de agentes infiltrados que el periódico La Directa ha destapado en los dos últimos años en entornos independentistas y anarquistas de Barcelona, Girona y Valencia.
Son infiltraciones sin ningún sustento legal –no están contempladas en la ley ni– persiguen delitos concretos, vulneran, entre otros, los derechos a la libertad de asociación, reunión y expresión –consúltese el caso de Scotland Yard–, y que rebelan la existencia de un modelo y una mentalidad policial obsesiva y contrainsurgente alejada del más mínimo estándar democrático.