El presidente Donald Trump firmó una orden ejecutiva en la que ordena a la secretaria de Educación, Linda McMahon, tomar todas las medidas necesarias para facilitar el cierre del departamento a su cargo. El magnate no puede eliminar la dependencia, pues ello requiere la aprobación del Congreso, por lo que planea cerrar todas las áreas que le sea posible y transferir sus funciones a las entidades federativas, un largo anhelo de los sectores conservadores que invocan los derechos de los padres para oponerse a la enseñanza basada en preceptos pedagógicos y científicos y sustituirla por el adoctrinamiento religioso.
Es una significativa coincidencia que el magnate desmantele el Departamento de Educación cuando en su país se conmemoran los 100 años de uno de los episodios más dolorosamente americanos: el Juicio de Scopes. En ese proceso, que captó la atención nacional y se convirtió en uno de los máximos símbolos de la lucha contra el oscurantismo, una suerte de repetición del juicio a Galileo en el Sur Profundo de Estados Unidos, el profesor de escuela secundaria John Scopes sufrió una persecución de Estado por violar la ley de Tennessee que prohibía la enseñanza de cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia, y reemplazarla por la enseñanza de que el hombre desciende de un orden de animales inferiores. Scopes fue condenado a pagar una multa por el delito de enseñar, pero el juez –quien arengó al jurado a declararlo culpable, una violación atroz del debido proceso– no se atrevió a imponerle una pena de prisión, y el maestro continuó frente a grupo hasta 1970. En 1987, con siglos de atraso con respecto al resto de Occidente, la disputa pareció zanjarse cuando la Suprema Corte declaró inconstitucional una ley de Luisiana que obligaba a enseñar el creacionismo bíblico como una teoría tan válida como la evolución darwiniana.
Al transferir las decisiones a los estados, Trump dinamita estos antecedentes y abre el camino para que los Congresos estatales controlados por el Partido Republicano impongan legislaciones retrógradas, tal como ocurrió cuando la Corte Suprema, con una mayoría nombrada por el magnate, transfirió a las entidades la facultad de legislar sobre el derecho de las mujeres a la interrupción del embarazo. No es una cuestión hipotética ni especulativa: en Florida, la ley conocida como no digas gay prohíbe a los maestros de educación inicial hablar sobre la identidad de género y la orientación sexual; la Junta Estatal de Educación de Texas aprobó desfinanciar a los distritos escolares que no usen un programa de estudios lleno de relatos bíblicos; en Luisiana se exige la exhibición permanente de los Diez Mandamientos en todas las aulas de escuelas públicas (la norma se encuentra sujeta a desafíos jurídicos), y en Oklahoma es obligatorio incorporar la Biblia a los planes de estudios.
Este puñado de ejemplos basta para ilustrar hasta qué punto Estados Unidos se encuentra atrapado en una lucha contra el fundamentalismo religioso que resulta desconcertante para las demás naciones avanzadas y para el propio México, donde la separación entre la Iglesia y el Estado y la laicidad constituyen el corazón de los valores constitucionales y del espíritu republicano. Si Trump se sale con la suya en el despropósito de tener un país sin política educativa, la superpotencia acelerará la ignorancia catastrófica en que ya se encuentra sumida, la cual es objeto recurrente de escarnio por parte de figuras mediáticas o ciudadanos de a pie que registran la incapacidad de sus compatriotas para localizar cualquier país en un mapa (incluidos los que Washington invade o bombardea), realizar operaciones matemáticas básicas o captar el sentido de un texto. En vez de hacer a Estados Unidos grande de nuevo, los trumpianos causarán un retroceso trágico que sin duda complacerá a sus rivales, encantados de ver cómo las empresas y las agencias gubernamentales estadunidenses enfrentan un déficit creciente del bien más valioso del siglo XXI: el conocimiento.