Una investigación del Registro Agrario Nacional (RAN) reveló que 36 personas poseen alrededor de 63 mil ejidos que abarcan más de 39 mil hectáreas, divididas en 21 mil 695 parcelas útiles para las actividades agropecuarias o forestales y 41 mil 385 predios destinados a la urbanización y construcción de vivienda. Destaca que los terratenientes son políticos, ex funcionarios y empresarios, así como el hecho de que se hicieron con los terrenos de propiedad social mediante la falsificación de documentos, contratos leoninos, prestanombres, “cooptación y amenazas” a las asambleas ejidales y procesos jurídicos de despojo; todo ello, con la complicidad de autoridades de los tres niveles de gobierno y al amparo de la legislación privatizadora promulgada por Carlos Salinas de Gortari en 1992.
Más allá de exhibir la corrupción rampante al interior del RAN, de las fiscalías, tribunales y notarías –sin cuyo concurso no podrían perpetrarse los atracos contra los ejidatarios–, el fenómeno del despojo y acaparamiento de tierras es un recordatorio del incalculable daño infligido a México por el cogobierno neoliberal de PRI y PAN, que comenzó en 1988 con Salinas de Gortari y se prolongó hasta 2018. De la misma manera en que la privatización de la industria eléctrica y de los hidrocarburos impulsada por Enrique Peña Nieto se presentó a la ciudadanía como modernización de dichos sectores, la destrucción salinista del ejido en tanto modelo de propiedad comunitaria se anunció como liberación que permitiría a los ejidatarios acceder al financiamiento requerido, a fin de mecanizar la producción, introducir sistemas de riego, adoptar nuevas técnicas de cultivo y, en general, transitar de la agricultura de subsistencia a la de mercado para superar la pobreza en que se encontraba sumida la mayor parte de la población campesina y rural.
A tres décadas de la contrarreforma agraria, está a la vista el verdadero efecto de la liberalización –el eufemismo neoliberal para dejar a sectores vulnerables a expensas de los poderosos–. Cuando hubo una modernización del campo, fue a favor de un puñado de acaparadores inescrupulosos y probablemente criminales, mientras los campesinos fueron reducidos a peones en sus propias tierras u obligados a engrosar los cinturones de miseria en las ciudades. En otros casos, parcelas con valor agrario y ambiental fueron fraccionadas y urbanizadas, convertidas en complejos turísticos casi siempre orientados al disfrute de nacionales y extranjeros acaudalados o destrozados para perforar minas con efectos nefastos para la salud pública, los acuíferos y el medio ambiente.
Aunque probablemente en la mayoría de los eventos el daño patrimonial, ecológico y agrario resulte irreversible, es imperativo investigar, judicializar y fincar responsabilidades en todos los casos que sea posible, así como emprender un saneamiento institucional que frene los procesos de despojo y acaparamiento de tierras, cuyas víctimas no son sólo los ejidatarios directamente afectados, sino todo el país, pues la corrupción y la degradación ambiental tienen repercusiones sobre el conjunto de la sociedad.