El 14 de marzo de 1975 Luis Echeverría, entonces presidente de la República, acudió a las instalaciones de la UNAM para presidir la ceremonia de inicio de cursos, la cual resultaría altamente riesgosa, pues el encuentro estuvo a punto de convertirse en una crisis mayúscula. El mandatario fue alcanzado por una certera pedrada que, al tiempo de provocarle una herida en la frente, frustraba sus desmedidas expectativas por acercarse a una juventud que seguía reclamando la represión gubernamental de 1968 y 1971: ¡2 de octubre y 10 de junio no se olvidan!
Echeverría había sido secretario de Gobernación en el periodo de Díaz Ordaz y, desde esa posición, concentraba una serie de atribuciones –formales y de facto– que contribuyeron de manera inequívoca a la masacre estudiantil del 68. A su vez, como presidente de la República en 1971, Echeverría experimentó con formas de control que derivaron en una nueva represión hacia las expresiones estudiantiles de resistencia. Siguiendo las estimaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en Tlatelolco habían sido masacrados al menos 350 estudiantes, mientras en 1971 fueron asesinados alrededor de 120.
La década de los años 70, marcada por estos hechos ominosos, también expresaría una nueva forma de hacer política. Echeverría impulsaba una doble propuesta de apertura democrática y desarrollo compartido que constituían el eje discursivo de su gestión. Durante dicha gestión, la política educativa alcanzaría una gran presencia merced al enorme gasto social y a una estrategia que apelaba a la importancia nacional de la educación.
La voluntad oficial para atender el campo educativo superior, incluido el nivel medio, resultaría espectacular y pronto sus efectos se verían reflejados con la creación de nuevas instituciones –el Colegio de Ciencias y Humanidades, las Escuelas Nacionales de Estudios Profesionales y el Sistema de Universidad Abierta en la UNAM, así como el Colegio de Bachilleres y la Universidad Autónoma Metropolitana, en el ámbito nacional– y una táctica que analistas han caracterizado como de cooptación y control de los sectores intelectual y estudiantil.
Así, la educación superior alcanzaría una presencia impensable unos años antes. En ese contexto, el contradictorio personaje, que fundaba instituciones y a la vez reprimía al estudiantado, buscaría acercarse a la UNAM con el propósito explícito de inaugurar sus cursos y, sobre todo, de congraciarse con su comunidad.
Echeverría iniciaba su discurso agradeciendo una pretendida invitación de los universitarios. Lo cierto es que se trataba de una auto invitación, pues el entonces rector, Guillermo Soberón, afirmaría años después que los funcionarios cercanos al presidente le decían: “¿Cuándo vas a invitar al presidente a la UNAM, Guillermo? Me desentendía del tema, simulaba indiferencia. Es que el ambiente en la UNAM era muy adverso al presidente Echeverría. Y se sabía. ¡Pero él lo pidió! Yo advertí sobre el riesgo…” (bit.ly/41UpIuG)
El ambiente universitario resultó tal como cabría imaginarse: muy poco receptivo y absolutamente irreverente ante la figura presidencial. Las imágenes (bit.ly/4bA2AGy) dan testimonio de un Echeverría exaltado y reaccionando ante los gritos de un auditorio que tenía frente a sí al personaje más visible de la represión hacia el estudiantado. Así, el discurso del presidente se volvía peligrosamente provocador: “¡así gritaban las juventudes de Mussolini y Hitler!, ¡escuchen jóvenes manipulados por la CIA!, ¡jóvenes profascistas!, ¡jóvenes del coro fácil! El estudiantado, por su parte, incrementaba su inconformidad y malestar ante las arengas del presidente. Un escenario volátil, permanentemente en el filo de la navaja.
La década de los 70, pródiga para la educación superior y, de manera paradójica, plena de tensiones y de formas represivas –algunas veces sutiles y otras abiertamente violentas– dejaron una profunda huella en las instituciones nacionales. La expresión de fuerzas políticas como el Partido Comunista, de movimientos sociales y sindicales, así como de múltiples reivindicaciones universitarias detonaron un nuevo México, que daría cabida a sectores cada vez más conscientes de su papel social. Hace 50 años, los jóvenes no solamente se encontraban muy lejos del fascismo: habían sabido resistir la insolencia de un personaje que representaba al México del pasado.
*Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la UNAM