Ese día de 1934 el Zócalo se llenó de muy distintos y festivos contingentes. El Congreso iba a cambiar el artículo tercero de la Constitución, y en lugar del vigente (de 1917) que tenía una anodina redacción liberal y administrativa (“la educación es libre” hay requisitos para impartirla), la nueva era un proyecto que partía de las condiciones en que la gran mayoría del país, campesinos, trabajadores, maestros y empleados vivían y trabajaban en la sociedad mexicana (la llamada “educación socialista” que nutriría el sexenio de Cárdenas).
Doce años después, en 1946, el texto cardenista fue desechado por el Congreso por iniciativa del presidente Ávila Camacho, quien mencionó que en ella había “un problema de redacción” (¡sic!). Se aprobó entonces un texto que tenía como edulcorante propósito “el desarrollo armónico” de las personas (y del país). Era la “escuela del amor” o nueva escuela mexicana, como entonces se le llamaba irónicamente. Desde ahí, el conservadurismo sentó sus reales en la educación y apareció su vena represiva.
Desde 1958, golpear brutalmente a las y los maestros y reprimir a campesinos y trabajadores y, más tarde, 1968, asesinar estudiantes, se convirtió en cuestión de Estado (con el Congreso alabando la mano dura de Díaz Ordaz y exigiendo la renuncia del rector Barros Sierra). Y fue en ese contexto que se diagnosticó que los “alborotos” universitarios eran promovidos por los y las más jóvenes estudiantes. El gobierno asumió entonces la política de ya no crear instituciones integrales.
Surgieron así, sin bachillerato, universidades como la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Y, por otra parte, se crearon sistemas de educación media superior como el Colegio de Bachilleres (Colbach) y escuelas técnicas.
Los jóvenes de inmediato identificaron que eran una especie de limbo, ni educación básica ni superior, aisladas, sin el ambiente de profesores e investigadores universitarios y sin la certidumbre al menos de poder seguir estudiando (pase automático). Hubo entonces que “inducir” a los jóvenes y se les pedía que hicieran una autoasignación de opciones –pero que realmente no les interesaban. Esta mezcla de la indefinición del nivel y el desinterés de los jóvenes hizo que las nuevas escuelas migraran con facilidad hacia ambientes represivos: “basura”, se les llamaba en el Conalep a los estudiantes que se hartaban.
Este experimento de asignación forzosa duró 30 años (1996-2025) y ahora se propone continuarlo mediante la autoasignación: “escoge tú mismo cuál escuela quieres de entre las que ya sabemos que no quieres”. Es un camino errado porque no plantea una ruta para salir del tema de la asignación forzosa.
En su lugar habría que crear mecanismos que partieran de la legitimidad y razón que asiste a las demandas de las y los jóvenes. Es decir, rutas hacia el acceso a la educación superior (perfectamente posibles, como plantea la UAM) y luego hacia la real integración de cada bachillerato a una universidad. Con esto se suprimiría también la división entre bachillerato general y el tecnológico que incluiría la ley, y que favorece una muy temprana segmentación social porque desde las escuelas técnicas (“autoasignadas” a los pobres) es más difícil ingresar a la universidad. Sin darles oportunidad de ver otros horizontes, como estar y trabajar en el mundo desde la filosofía, las ciencias y la técnica.
A las y los jóvenes les gusta discutir las grandes problemáticas y eso es central en la educación y, por eso, en la formación para el trabajo. Habría más razones, pero no estamos frente a un tema educativo o laboral, sino político. Algo tan importante como responder a las demandas y necesidades de conocimiento de los y las jóvenes, pero también algo tan vital para la educación como es la certidumbre de condiciones dignas de trabajo y de jubilación para los profesores, investigadores y maestros (Ley del Issste). Estas son cuestiones que hoy no se pueden discutir y definir como ley en condiciones de mínima igualdad o de equidad de trato para afectados.
Si el Ejecutivo quiere una ley y los afectados no están de acuerdo, estos últimos llevan la de perder. En el caso del acceso a nivel medio superior en la Ciudad de México, por ejemplo, van a ser ya 30 años y un rastro de suicidios, depresión y desesperanza entre jóvenes. En el caso de nosotros las y los maestros, igual, han pasado 20 años de Ley del Issste, cinco años de Usicamm y de la UMA (unidad de medida y actualización) y cinco más de una Ley General de Educación Superior que afecta a las comunidades educativas de múltiples maneras. Quita, por ejemplo, a los estudiantes el derecho a la educación y pone su definición en manos de los directivos de las instituciones. No gratuidad y no democracia. Una y otra vez ahí prevaleció el acuerdo entre partidos, entre Morena y el PAN conservador. Aunque se aceptó la validez de las razones, no se quiso cambio alguno. La desconfianza en la autoridad y en el Congreso tiene sus razones y su historia.
*UNAM