La detención el pasado 8 de marzo y la posible deportación de Mahmoud Khalil −un estudiante palestino de la Universidad de Columbia y uno de los líderes de las protestas estudiantiles contra la guerra y el genocidio en Gaza en el campus durante el último año−, por orden de la administración de Donald Trump, como bien han señalado varios comentaristas (t.ly/2A8HM), es el ataque más grave a la Primera Enmienda por parte de cualquier presidente estadunidense en años.
Khalil −nacido en seno de una familia de refugiados palestinos en Siria, casado con una estadunidense y que, después de haber trabajado para el gobierno británico, emigró a Estados Unidos en 2022, completó su tesis de maestría en Políticas Internacionales y Públicas y estaba por graduarse en un par de meses−, es un residente legal permanente en Estados Unidos, habiente de una green card, que, según los agentes del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), “le ha sido revocada por su activismo”. Si bien los green card pueden ser revocadas −si su titular comete ciertos delitos como por ejemplo “apoyar materialmente a una organización terrorista” (en este caso Hamas) lo que parece estar insinuando la administración trumpista, sin haber presentado no obstante ninguna prueba ni acusación oficial al respecto−, pero no por el presidente ni su secretario de Estado sino por el juez de inmigración y menos por tener opiniones o participar en protestas (derechos protegidos por la Constitución) que no son de agrado de la administración en turno (t.ly/H3Umm).
La principal base legal usada para detener y poner al proceso al activista es una disposición legal raramente utilizada −aplicada por ejemplo en 1995 a Mario Ruiz Massieu (t.ly/EqXPs) y declarada anticonstitucional por una jueza, hermana de… Trump (t.ly/Tmj1I)−, y promulgada principalmente para atacar a los sobrevivientes judíos del Holocausto del Europa del Este que llegaban a Estados Unidos en los 40/50 y eran sospechosos de ser agentes soviéticos y “amenazas a los intereses de la política exterior estadunidense” (t.ly/1Zo0Y). Si bien esto refleja perfectamente el espíritu del “neomacartismo” trumpista obsesionado por los “enemigos internos” −como bien lo ha señalado el destacado sociólogo Richard Sennett (t.ly/8iEVL)−, el clima político que abrió la puerta al arresto y la violación de los derechos de Khalil, es el legado de su predecesor.
Ha sido la administración de Joe Biden y todo el establishment demócrata, que creó las condiciones que ahora Trump aprovecha para su “cruzada expulsora” en contra de los “subversivos”, sean migrantes o ciudadanos plenos. Han sido ellos que desde los inicios han demonizado y tratado de criminalizar a los manifestantes en contra del genocidio en Gaza como “extremistas antisemitas”. Han sido ellos −los políticos liberales− que reprimieron violentamente los campamentos propalestinos en los campus, no solo en Columbia, sino también en otras universidades. Y así, su sofocación de la disidencia y sus ataques a la libertad de expresión ayer, fruto de su apoyo incondicional a Israel, los hace cómplices de la represión de hoy.
Resulta que, más allá de todas las pretensiones, ambas administraciones, también en este rubro, no han sido tan diferentes (t.ly/WHCCZ). Cuando a finales de 2023 la vocera de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre, comparó los manifestantes, que pedían el alto al genocidio en Gaza y la implementación inmediata del cese al fuego, muchos de ellos judíos estadunidenses, a los… “neonazis de Charlottesville” (sic) −a los que Trump defendió (in)famosamente después de una marcha violenta en 2017−, a fin de justificar la brutal violencia policiaca en su contra, emulaba igual la misma demonización a la que Trump sujetó en otro momento a los activistas de #BlackLivesMatter volcando todo el aparato represivo del Estado en su contra.
Este clima político bidenista era igualmente reminiscente de la represión de las manifestaciones en contra de la guerra en Vietnam que llegó a su punto máximo bajo la administración de Nixon, pero que fue iniciada por sus predecesores Demócratas. En 1970, antes de mandar la Guardia Nacional a suprimir la protesta en la Universidad de Kent, el gobernador de Ohio (t.ly/3dtK4) comparó a los manifestantes con “las camisas pardas nazis”. Si los estudiantes eran “nazis” −tal como según la administración de Biden lo eran los manifestantes propalestinos−, entonces era justificado usar todo el tipo de fuerza en su contra: el saldo de la represión en Ohio han sido 4 muertos, varios heridos y un estudiante paralizado de por vida (t.ly/ZlI_q). En usar “todas las previsiones de la ley”, incluidas las oscuras disposiciones de las que hoy se trata de hacer Trump en contra de Khalil −“solo la primera de las cabecillas del activismo universitario ‘anti-americano’ en los campus en caer”, según el presidente− este sigue simplemente los pasos de sus predecesores, cuyo mutismo hoy, al igual que el de la Universidad de Columbia que el año pasado llamó a la policía para brutalizar a sus propios estudiantes, no es sorprendente.
El mundo en el que los saludos nazis son “normales” −e incluso blanqueados por el propio Israel y sus agencias como la Liga Antidifamación (ADL) (t.ly/gpRe7), la misma que acaba de celebrar el arresto de Mahmoud Khalil por el “peligro” que este representa (t.ly/ymzBH)−, y el gobierno y las universidades sofocan la libre expresión y el libre pensamiento mientras las sandías son “antisemitas” y todo el activismo propalestino es perseguido y criminalizado, es un mundo particular trumpista, pero uno para el que, primero habilitando el genocidio en Gaza y luego tratando de sofocar sus críticas en casa, sentó las bases Joe Biden.