Con la entrada en vigor de los aranceles de 25 por ciento a todo el acero y aluminio (a los que después se sumó el cobre) importados por Estados Unidos de cualquier procedencia, el presidente Donald Trump puso en marcha la guerra comercial con la que ha amenazado desde su campaña electoral. Al imponer tarifas elevadas de forma indiscriminada, provocó la reacción de Canadá y la Unión Europea, quienes no sólo anunciaron represalias ante este trato desconcertante por parte del país al que han obedecido y seguido en sus aventuras imperiales, sino que ya iniciaron acercamientos para conformar un "bloque antiaranceles".
La respuesta de Ottawa gravará bienes estadunidenses por un valor de alrededor de 20 mil millones de dólares, especialmente productos siderúrgicos y de aluminio, pero también computadoras y material deportivo, entre otros. Por su parte, la Comisión Europea impondrá una carga de hasta 28 mil millones de dólares a mercancías como la soya, carne de vaca, pollo, estufas, hornos, refrigeradores, madera, motocicletas, hilo dental, diamantes, albornoces y bourbon, la bebida alcohólica con denominación de origen que también se conoce como whisky estadunidense. Aunque las tarifas europeas se consideran más bien simbólicas por la elección de productos con poco peso en los intercambios bilaterales, Trump respondió con el amago de una tasa de 200 por ciento a todos los vinos procedentes del bloque comunitario, el cual, dijo, "se formó con el único propósito de aprovecharse de Estados Unidos".
Esta apreciación resulta muy curiosa, habida cuenta de que los documentos fundacionales de la Unión Europea responden al mandato de Washington de socavar el Estado de bienestar y adaptar las leyes al modelo neoliberal promovido a hierro y fuego por la Casa Blanca. Dejando de lado las peculiares interpretaciones históricas del magnate, el ministro francés de Comercio Exterior, Laurent Saint-Martin, afirmó que su país está "decidido a responder" a los aranceles al vino y la champaña de Francia. En resumen, se ha instalado ya una guerra con carrera armamentística incluida, en la que cada bando dobla la apuesta de su rival hasta que en el campo de batalla no queden sino cenizas.
Si no se frena la guerra, el comercio entre Estados Unidos y sus socios sufrirá un colapso inédito con graves consecuencias para la economía mundial. En este escenario, México padecería graves afectaciones, no porque participe en el conflicto –del cual hasta ahora se ha mantenido prudentemente aparte–, sino por la previsible caída económica en el país que es nuestro vecino, la nación más rica del mundo y nuestro principal socio comercial.
Las dislocaciones financieras globales también impactarían de manera inevitable en México y obligarían a adoptar políticas a fin de paliar la crisis. Si se llega a ese punto, sin duda la unidad nacional y la pericia mostrada hasta ahora por las autoridades serán factores de fortaleza, pero no podrían eliminar el daño a empresas y hogares.
Si Donald Trump tuviera la intención auténtica de reducir o erradicar los desequilibrios existentes en sus intercambios mercantiles con el resto del mundo, habría iniciado rondas de negociaciones como las que se entablan de manera constante dentro de los organismos internacionales paradójicamente creados y controlados por el propio Washington. En cambio, su actuación revela que siempre tuvo el propósito de acabar con el orden vigente. De manera lamentable para los estadunidenses de a pie y para cientos de millones de personas en otros países, de momento ha logrado alterar las redes comerciales en un sentido que conduce a una inflación descontrolada.
El magnate ha impuesto sus términos bajo la creencia de que el mercado interno es un factor de fortaleza estadunidense, pero corre el riesgo de exhibir que éste, atado por completo al crédito y lastrado por décadas de estancamiento de los salarios reales, se encuentra debilitado y se sostiene gracias a los precios bajos de los bienes importados. Cuando Trump y sus seguidores se den cuenta de la realidad, si es que lo hacen, harán falta años para limpiar el estropicio hecho en semanas.