En 2011, cuando el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad se lanzó a recorrer el país para articular un gran movimiento contra la guerra de Felipe Calderón, entonces presidente de México, una parte de la sociedad comenzó a conocer las verdaderas dimensiones de los horrores que se vivían en estas geografías. Por aquel entonces la barbarie nacional se contaba todavía como “noticia local” o como “episodios aislados”. La narrativa impuesta desde el gobierno se reproducía como dogma en los principales medios: “si los mataron, es porque en algo andaban”, “estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado”. Las víctimas eran convertidas en responsables de su propia tragedia.
“Ciudad Juárez es el laboratorio de México”, alertaron militantes, periodistas y familiares de víctimas de Chihuahua que habían aprendido a luchar entre balas y amenazas. En Morelia, Michoacán, donde un grupo criminal había hecho estallar dos granadas de fragmentación en plena celebración del Grito de Independencia, el 15 de septiembre de 2008, las familias con personas asesinadas o desaparecidas tenían miedo de hablar, de contar sus historias. No confiaban en las autoridades. Atreverse a denunciar era una condena de muerte asegurada. El escritor Sergio González Rodríguez logró captar de manera magistral parte de este declive de nuestro país en dos de sus textos: Huesos en el desierto y Campo de guerra.
Una generación de periodistas sensibles, apoyada por voces críticas y consolidadas en algunos pocos medios, ayudaron a narrar nuestra tragedia como país. La tarea no era menor: México se había convertido también ya por entonces en uno de los países más peligrosos para la prensa. Aquellos periodistas locales que se atrevían a dar nombres, a denunciar las redes de complicidad entre corporaciones criminales y gobiernos, eran desaparecidos o asesinados. La organización Artículo 19 contabiliza 170 periodistas asesinados entre 2000 y 2025.
México fue conociendo así su dolorosa realidad: la de la guerra y la barbarie anidando en todos los rincones. Se conocieron historias de cómo los grupos armados de las corporaciones criminales entraban a los centros para tratar adicciones a asesinar a internos y dejar un terrible mensaje: nadie puede salir de esto. También se contaron historias de pueblos enteros con toques de queda impuestos por los criminales, de reclutamiento forzado de jóvenes que eran obligados a pelear entre ellos hasta que uno perdiera la vida y quien viviera, se quedaba como sicario.
Fosas clandestinas, ejecuciones sumarias, desapariciones masivas, campos de exterminio, infancias siendo explotadas como sicarios o como halcones, tráfico de mujeres a escala masiva e internacional. Tantos y tantos horrores.
Se supo después que 2006 fue el año en que se aceleró la expansión del horror que desde décadas atrás ya ocurría en otras geografías de México. Que los vuelos de la muerte, las desapariciones de militantes políticos, los centros de detención clandestinos y todos los crímenes del terrorismo de Estado fueron la antesala de una guerra que tomó nuevas modalidades y también nuevos objetivos. Que la Brigada Blanca, el Batallón Olimpia, Los Halcones fueron el prototipo de nuevos grupos con nuevos nombres, funciones y negocios: Paz y Justicia, Los Chinchulines y Máscara Roja; y su forma más reciente, Los Zetas, cártel Jalisco Nueva Generación, cártel de Sinaloa. Seguir los hilos de la impunidad, la corrupción y la represión de las décadas pasadas nos llevará a entender parte de lo que es hoy el Estado mexicano.
Entre 2013 y 2014, cansados de la complicidad, desatenciones y corrupción, decenas de colectividades con familiares desaparecidos decidieron rebasar al Estado y hacer ellas las labores de búsqueda. Mario Vergara, el “buscador de tesoros” jugó un papel clave. Él, que tenía un hermano desaparecido, había adquirido conocimientos en la búsqueda en terreno, se había do tado de sus propias técnicas y herramientas. Sin importarles los cuestionamientos por “alterar las escenas del crimen”, o por incomodar a gobiernos y criminales, los colectivos de buscadores comenzaron a florecer en todo el país.
El campo de adiestramiento y extermino que halló recientemente el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco nos deja muchas lecciones, entre ellos; destaco dos. Que en México la desaparición de personas y la violencia criminal siguen siendo una realidad urgente por atender, una realidad que cuenta con la impunidad garantizada por distintos niveles del Estado. Y segundo: que son los colectivos y organizaciones de madres y familias buscadoras quienes están yendo a buscar a sus familias en los territorios. Ya sea en la CDMX, en Guadalajara, en el estado de México, en Veracruz y en otros tantos lugares del país, más de 100 colectividades están buscando a sus seres queridos movidos con una hermosa y terrible consigna: “¡Por qué los buscamos, porque los amamos!” Ahí la dignidad en medio de la guerra.
*Sociólogo
X: @RaulRomero_mx