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Abuso de poder, acoso y agresión sexual

10 de marzo de 2025 00:03

El poder es una relación social asimétrica, supone obediencia y disciplina. Cuando recurre a la fuerza física lo identificamos como violencia del más fuerte. Su ejercicio, si se encuadra en un orden político, presupone reglas. Sea en un aula, un cuartel militar, una empresa, un partido político, en los tribunales de justicia, la Iglesia o la familia, sus mecanismos están acotados por el respeto al estudiante, el soldado raso, el monaguillo, los hijos, el imputado y las víctimas. Tiene límites. De ahí que diferenciemos sus formas: poder absoluto, despótico, discrecional, arbitrario o legítimo. Si actuamos bajo un ordenamiento democrático, debe ser auditado. Cuando no se respetan las leyes, el poder democrático se corrompe y tiene un nombre: abuso de poder. Para las víctimas, supone dolor e impotencia. Si un juez rompe la imparcialidad, prevarica. Con denuncia o sin ella, pocos jueces son apartados de la carrera judicial, se protegen. En la Iglesia, los curas pederastas se amparan en el silencio de sus correligionarios. En la universidad cuando a un profesor le imputan delitos de acoso sexual, son protegidos por el espíritu de cuerpo. 

Resulta desalentador constatar cómo los espacios públicos institucionales se utilizan de forma espuria para cometer delitos de abuso de poder, sobre todo en el ámbito sexual. En sociedades patriarcales y machistas el hombre tiene un poder desmedido; la mujer nada a contracorriente. El movimiento feminista, cuya historia es de larga data, rompe techos de cristal. Lleva siglos cuestionando un orden de dominación enraizado en la jerarquía del sexo masculino. En pleno siglo XXI, la vida cotidiana está sembrada de micromachismos amparados en la complicidad que otorga, a los hombres, sentirse dominadores e impunes para atacar el cuerpo de la mujer. Tocamientos, roces, invasión de espacio, lenguaje soez. 

Por diferentes motivos, España acapara la atención en casos de agresión sexual. Íñigo Errejón, José Rubiales, Juan Carlos Monedero, entre los más mediáticos. Pero hay antecedentes. En 2001, Nevenka Fernandez, concejala del Partido Popular, fue acosada y agredida sexualmente por el alcalde de su organización, Ismael Álvarez, cacique regional de Ponferrada, ciudad de Castilla León, con una población de 60 mil habitantes. Tras hacer pública la denuncia, fue humillada. Sus compañeras de partido y concejalas la desmintieron y desautorizaron. Su valentía se transformó en desaprobación social. Si no quería arruinar su futuro, debía guardar silencio y sufrir el desagravio en la intimidad. Desilusionada, dejó la política, emigrando a Dublín. Jenni Hermoso, jugadora de la selección española de futbol femenil, denunció a su jefe, Luis Rubiales, al darle un beso en los labios sin su consentimiento. Acusado de agresión sexual, fue condenado por un juez. Pero el calvario de Jenni Hermoso no se cura con una sentencia. Son pocas las valientes que denuncian. La sociedad no las protege, cuestiona su relato. Lo normal es no denunciar. Lo extraordinario es publicitarlo. A los hechos me remito. 

Políticos a derecha e izquierda, jueces o profesores, ideológicamente enfrentados, destilan un comportamiento machista. La mayoría poseen una personalidad narcisista. Como señala en su artículo: “Sexo, narcisismo y poder de brocha gorda: de Errejón a Monedero”, el profesor Andrés de Francisco, publicado en el periódico digital El Español, Monedero “clama persecución, complots mediáticos o ataques de las cloacas del Estado. La culpa es siempre de otros, de sus múltiples enemigos”. 

En el espacio universitario, el abuso de poder presenta múltiples caras. Va del autoritarismo sórdido, ¡soy el profesor, ustedes callan!, a los insultos y el desprecio. El aula se transforma en el espacio donde el profesor muta en amo. Sin embargo, cuando se busca satisfacer apetencias sexuales, nos enfrentamos a una distorsión del rol de profesor. No hablamos de un buen o mal docente. Señalamos el nacimiento de un acosador sexual, con una estrategia para consumar sus objetivos. Hacer que las alumnas se sientan cómodas, romper el hielo, bajar sus defensas. Un clásico, recurrente, concertar una cita fuera del recinto universitario. Así se rompe el vínculo asimétrico de poder, alumna-profesor. La estudiante es ya una mujer adulta que acude de motu proprio a una invitación para charlar. La estrategia de seducción ha funcionado. El poder se difumina en una falsa relación de amistad. ¿Quién puede acusar al acosador de abuso de poder? 

Hoy, las denuncias vertidas en la prensa por ex alumnas y militantes del mediático profesor Juan Carlos Monedero se han vuelto virales. Levantan la voz. Destapan una conducta reprochable. Amparándose en el poder que le otorga su condición de profesor o dirigente político, traicionó la confianza de unas y otras, para satisfacer sus placeres sexuales. Su modo de actuar, relatan las víctimas, ha sido recurrente. Lleva décadas abusando de su poder. Como profesor, activista político, militante o ideólogo, señalan los testimonios, ha sobrepasado todos los límites de la decencia. Lo decepcionante, cuenta con defensores amparados en el machismo que les une. En su descargo, aducen un ataque político de la derecha. Pero, los hechos van en sentido contrario. Las denuncias vienen desde la izquierda y una parte del movimiento feminista. Muchos de sus correligionarios lo sabían y han preferido mirar hacia otro lado, permitiendo que sucediera. Y ahora cabe preguntarse: ¿qué harán quienes fueron testigos directos de estos hechos y callaron? ¿seguirán haciéndolo? Eso tiene un nombre: cobardía.

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