Nuestra trayectoria económica podría resumirse como una tortuosa caminata de crisis en crisis. En medio de la explosión de la crisis de la deuda externa, agravada por la casi vertical caída del precio del petróleo, parecía que el país se sumiría en una suerte de “hoyo negro” del cual saldrían otro país, otra economía y, en fin, una sociedad reconstruida.
Como haya sido, los hechos señalan que, para evitar que el país “se nos fuera entre las manos”, en dicho del presidente Miguel de la Madrid, a partir de 1982 se impuso un draconiano ajuste financiero y, en general económico, mediante el cual se pretendía una salida rápida del atolladero financiero y, al mismo tiempo, detener una acelerada inflación que amenazaba volverse “hiperinflación” y llevarnos a escenarios de otros tiempos.
No se logró del todo coronar dicha expiación con el arribo de México a un nuevo estadio económico y social. Lo que sí se abrió paso entre tanta confusión fue un proyecto de “Gran Transformación” gracias al cual la economía se convertiría pronto en una plena economía de mercado y la sociedad se vería forzada a adoptar formas, usos y costumbres, propias de una formación social articulada, sin interferencias políticas, por unas fantasmales “leyes del mercado”.
Divisa de arranque, aires de la época y del Norte abanderado por Reagan y Thatcher, había que hacer de la mexicana una economía abierta y de mercado, porque sólo así, se decía, podría recuperarse el crecimiento económico y poco a poco, gracias al dichoso imperio mercantil, hasta los salarios y la ocupación empezarían su marcha ascendente. Recordemos que la centralidad del cambio estructural en “clave de mercado”, tuvo lugar cuando en el mundo se pasaba de la lógica de la guerra fría a una configuración global, con un mercado mundial unificado acompañado por una democracia representativa comprometida con la defensa y promoción de los derechos humanos.
Hoy, una vez más, comprobamos que aquellas pudieron ser, en el mejor de los casos, unas optimistas hipótesis de trabajo de los grupos dominantes, que no derivaron en la creación de nuevos entendimientos y cooperaciones; de reglas y acuerdos, de reconocimiento de la profunda división del mundo cruzado por la pobreza masiva y la inestabilidad financiera.
De hecho, más allá de la fuerza de la geopolítica que adquiría presencia con el fin de la bipolaridad, la renovada economía mexicana debería encaminarse a una revolución capitalista, de “los ricos” como tempranamente la calificaron Carlos Tello y Jorge Ibarra en su libro La revolución de los ricos (México, Siglo XXI, 2012), que se coronaría con una pionera asociación formal con la economía norteamericana. Así lo prescribía el llamado “espíritu de Houston” cultivado por los presidentes Bush y Salinas y así buscaron realizarlo las vanguardias de la globalización mexicana.
Hoy encaramos lo que en gran medida fue un “falso amanecer”, como el filósofo británico John Gray bautizó aquella portentosa mutación planetaria, que no pudo superar o disolver, según el caso, las heterogeneidades estructurales que maniatan la expansión económica y se despliegan hoy, como ayer, en mucha pobreza, alta informalidad laboral y aguda desigualdad económica y social.
Traigo a cuento este apunte memorioso no sólo por el momento que atravesamos, paradójico y cruel como pocos, donde el presidente de la otrora “tierra de los libres” hoy reniega de esa libertad y sus tradiciones más queridas y admiradas, desconoce y cierra fronteras y entendimientos, y aplasta los propios acuerdos firmados y auspiciados por él y su gobierno; también porque tenemos que inscribir en el meollo de (nuestro) mal desempeño la trayectoria de cuasi estancamiento, apenas por encima del aumento demográfico, por más de 30 años.
Asimismo, quiero reiterar que la inversión total ha declinado su avance y que el esfuerzo público inversor ha llegado a mínimos históricos. Insistamos: sin una sintonía dinámica entre la inversión pública y privada no es posible lograr los coeficientes de acumulación requeridos por una economía del tamaño de la mexicana para recuperar el crecimiento económico que la sociedad, con su demografía y tamaño, demanda.
Para empezar por el principio, como hemos dicho en varias ocasiones, es urgente llevar a cabo una reforma hacendaria que empiece por los tributos; también, rescatar del olvido la idea y la práctica de la programación y la planeación económica y social como forma de gobierno y foro para promover formas e instituciones de concertación económica y social mediante programas nacionales de inversión, que pongan al desarrollo regional en el centro de la acción y las decisiones públicas.
Se trataría de montar bajo mandatos democráticos una conversación creativa entre demografía, economía y política; reconocer nuestros inmensos déficits institucionales y decidirnos a crecer. Como economía y como democracia.