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El hidalgo hidalguense / Elena Poniatowska

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Miguel Ángel Granados Chapa tenía mucho de acueducto capaz de saciar la sed de jóvenes pachuqueños reunidos en un aula para abrevar en sus palabras. Foto https://sic.cultura.gob.mx/ficha.php?table=artista&table_id=5436 / Archivo
09 de marzo de 2025 09:23

A Miguel Ángel Granados Chapa le fascinó su tierra, Hidalgo, y permaneció en contacto con personajes políticos y con estudiantes encantados con su presencia y el peso de su Plaza Pública, publicada primero en La Jornada y más tarde, en Reforma. Pachuca fue su origen, que conocí a través de dos jóvenes creadores hidalguenses, Arturo e Irma Herrera, quienes promovían la cultura en Acolman e invitaron a muchos escritores a dar conferencias en su atrio.

Miguel Ángel acudía con frecuencia a Pachuca para responder a los requerimientos de jóvenes ansiosos de participar en la política. Hombres y mujeres universitarios o periodistas hechos sobre la marcha (como yo) lo buscábamos, porque recurrir a su sapiencia era tener la certeza de que respondería de inmediato y sería claro, exacto, contundente y generoso, cuatro adjetivos que definen su vida profesional.

A Granados Chapa le hacía gracia mi entusiasmo, por contarle que al llegar a México, en 1942, lo primero que conocí en una excursión de los scouts fue el acueducto del padre Tembleque. Miguel Ángel, me encantó jugar a las escondidas bajo los arcos que sostienen tu acueducto.

Si a El principito, de Antoine de Saint Exupéry, le tocó responsabilizarse de un planeta, a Granados Chapa le tocó hacerse cargo de la maravilla de arcos que, desde el siglo XVI, sostienen el agua que beben y limpian el alma de todos los pecadores de Pachuca.

Desde niña, me impactó ese alto camino de agua levantado sobre arcos que desafían al cielo. El agua avanza a brazo limpio para saciar a una Pachuca límpida y hacendosa, que un domingo mi hermana y yo visitamos para ver el acueducto del Padre Tembleque. Ese arco ejerció sobre mí una atracción fluvial y subyugó, más tarde, a mi maestra de vida, Mariana Yampolsky, a quien acompañé varios domingos a tomar fotografías mientras hacía yo las preguntas babosas que acostumbran los ignorantes.

Fuimos múltiples veces a dar los buenos días al acueducto, que Mariana retrató como si la lente de su cámara atrapara la aparición de algún ave de piedra. A Miguel Ángel también le gustaba disertar sobre el Padre Tembleque. Sonreía y sus dientes se asomaban bajo su bigote rematado por una tupida barba negra. Recordarlo hoy me hace pensar que su afán de ingeniería moral fue inspirado por los arcos del acueducto, porque en sus editoriales fueron levantándose ideas como piedras de contención. Las encimaba, y con la autenticidad de una ingeniería accesible a todos, daba lecciones de moral cívica como sólo puede hacerlo un patriota. Granados Chapa tenía mucho de acueducto capaz de saciar la sed de jóvenes pachuqueños reunidos en un aula para abrevar en sus palabras.

Miguel Ángel fue un trabajador de largo aliento que transportó palabras sin que se perdiera una gota de su sabiduría. Aunque no fue precisamente un fraile, porque le gustaron mucho las mujeres, su labor periodística es la de un santo laico, un hombre con causa, un pensador construido por palabras seguras, un comunicador que sube alto y da señalamientos a largo plazo. Sus enseñanzas en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, en la Universidad Nacional Autónoma de México, fueron soportes de la creatividad de alumnos y oyentes como yo, y su cátedra un baluarte. Sus palabras tenían mucho que ver con la limpieza del agua sobre los arcos del acueducto que Miguel Ángel contempló desde niño.

Ser un camino de agua de lluvia no es cosa común. El acueducto obliga a fluir en la buena dirección, y Miguel Ángel fue un guía en sus clases de periodismo, un pastor de aguaceros que dominó su elemento y que logró saciar la sed no sólo de muchachos ansiosos de manifestarse, sino de lectores ávidos de saber la verdad. Por tanto, Granados hizo un periodismo fundacional, cercano, crítico que a todos nos sirvió de salvavidas. Fui su lectora, y su muerte temprana nos dejó a todos cuchos y medio siniestrados.

Lo que sí, Miguel Ángel fue siempre un poco solemne.

¿No quieres tomar aunque sea un vaso de agua antes de hablar?, preguntaba cuando coincidíamos en una mesa redonda sobre periodismo en la Universidad de Querétaro, o en la de Tlaxcala.

Miguel Ángel, ¿trajiste pastes de Pachuca?, inquiría yo cuando nos reuníamos en casa de Iván Restrepo para sentarnos a la mesa presidida por Francisco Martínez de la Vega, quien aparecía con una charola de merengues y garibaldis. A todos nos impactaba la blanca dulzura de Alejandro Gómez Arias, fundador de la autonomía universitaria después de haber sido novio de una Frida Kahlo bárbaramente malherida. Gómez Arias salió indemne del choque entre el tranvía y el camión que cambió para siempre la vida de la niña Fisita, y por eso tuve el privilegio de escucharlo en varias ocasiones y de ver cómo Madona venía a México a buscar obras de Frida Kahlo y caía de sorpresa en casa de su primer novio. De todos los asistentes a las comidas de Restrepo, quien más me marcó fue la discreta presencia de Benjamín Wong Castañeda, hombre de silencios y juicios inapelables. En esas reuniones presididas por Iván y Margo Su, nos iniciamos Monsi y yo en la vida nocturna de México, la del Blanquita y del bar Las Veladoras, en el que unos horribles monjes franciscanos sacudían sus rosarios y nos servían dentro de un cráneo humano una bebida amarga y pecaminosa.

−Elenita, traje helado.

−¿De chocolate, Miguel Ángel?

Miguel Ángel ofrecía la vainilla que vendedores ambulantes blandían en las calles de Pachuca, cuya delicia nos llevábamos a la boca en barquillos, cuyo interior muy pronto se derretía en nuestras malas lenguas de periodistas. Recuerdo que Mariana Yampolsky y yo regresábamos a la Ciudad de México cubiertas de vainilla que nos reconfortaba de la terrible visita a una familia de mineros sufrientes que merecían toda la dulzura del mundo. En aquellas visitas a la mina de Pachuca, resultó fácil recordar que Manuel Romero de Terreros declararía que podría empedrar el camino al socavón de su mina con lingotes de oro, aunque las minas pachuqueñas eran de carbón.

Como periodista, Miguel Ángel supo ser un servidor de la patria y sus gestos de hidalgo quedarán en nuestra memoria. En qué puedo servirte. Que se te ofrece. Pasa tú primero. Sus atenciones resultaron incontables. Yo te recojo, Si se hace tarde, te llevo a tu casa, No te canses, has trabajado mucho.Algunas de sus atenciones las enumeró Ángeles Mastretta, autora de Arráncame la vida, quién declararía más tarde: “El único que supo qué hacer cuando yo me desmayaba (y eran frecuentes sus desvanecimientos) era Granados Chapa. Ahora ya no me desmayo…”

Arturo e Irma Herrera fueron (además de grandes amigos y espléndidos anfitriones) los promotores de la cultura política y académica de Pachuca. Años más tarde, Yuri Herrera (hoy notable escritor finalista del Premio Cervantes y catedrático en la Universidad de Nueva Orleans, habría de seguir con esa vocación de enseñanza. Juntos visitamos la barranca de Metztitlán, juntos comimos barbacoa, juntos platicamos con estudiantes conmovedores por su afán de saber. El accidente aéreo que segó la vida de Arturo Herrera fue una tragedia que vivimos incrédulos, porque de su inteligencia dependía el futuro de Pachuca. Dolidos hasta la médula todavía hoy, Arturo representa para muchos la salvación de una Pachuca a la que él le era indispensable.

Gracias a la familia Herrera, pude entrar en un ambiente cultura excepcional. El astrónomo Guillermo Haro, invitado por Arturo e Irma Herrera, regresó de su conferencia en un aula universitaria entusiasmado por una audiencia excepcional. Pocas veces en mi vida he encontrado un ambiente tan creativo como el del círculo intelectual que gira en torno a la familia Herrera.

Granados Chapa también vivió los progresos de Pachuca como si fueran propios. Amaba su tierra mañana, tarde y noche. Así también, desde joven, impulsó la educación de los estudiantes en Hidalgo y cuidó de su salud intelectual y política. Granados adquirió esa conciencia cívica a partir del esfuerzo de su madre, maestra de primaria, quién dio su vida para sacar adelante a un futuro analista de nuestra realidad sorpresiva y a veces incomprensible.

Años más tarde, Granados Chapa, Carlos Monsiváis, Adolfo Gilly y yo hicimos un viaje a Israel invitados por la organización obrera Histadrut. Otros de los convidados fueron Virgilio Caballero y el analista chileno Gregorio Selser (sustituido por su hija Irene). Agradecimos la entrevista con un Moshé Dayán enojado, y nos deslumbró la imponente entrada a una Jerusalén amurallada. Cruzamos sedientos el desierto y nos metimos al mar Muerto, que rechazó nuestro cuerpo humano, porque su sal lo mantiene a flote. Quizá por eso Cristo caminó sobre las aguas. En el mar Muerto conocimos también la sal de la vida que todavía hoy nos tiene salados.

El hidalgo hidalguense / Elena Poniatowska

Recurrir a su sapiencia de Miguel Ángel Granados Chapa era tener la certeza de que respondería de inmediato y sería claro, exacto, contundente y generoso, cuatro adjetivos que definen su vida profesional.

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