En América Latina tenemos larga experiencia en procesos de paz, de no menos de tres décadas. Me refiero a las negociaciones entre las guerrillas de El Salvador y Guatemala con los respectivos gobiernos, y más recientemente de las FARC colombianas. Me interesa, en particular, reflexionar muy brevemente cómo esos procesos incidieron en los movimientos de los pueblos.
Los Acuerdos de Chapultepec se firmaron en enero de 1992 entre el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el gobierno salvadoreño, para poner fin a una guerra que cobró 75 mil vidas, en su inmensa mayoría campesinos. Se crearon algunas instituciones, como la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, el Tribunal Supremo Electoral y la Policía Nacional Civil, donde se insertaron los guerrilleros desmovilizados y los paramilitares.
Se repartieron algunas tierras a las familias campesinas, pero la oligarquía terrateniente ya no habitaba sus fincas porque huyó durante la guerra. Aunque se había acordado la democratización del país, luego de tres décadas observamos que no hubo avances sino retrocesos que hicieron posible que un personaje como Nayib Bukele llegara al gobierno, en una sociedad atemorizada por la violencia criminal.
Lo más importante, empero, es que el más potente movimiento popular de la región colapsó, durante y después de la década de guerra. Aunque el conflicto armado desbarató a las principales organizaciones campesinas y estudiantiles, tanto por la brutal represión como por la política de las vanguardias armadas de reclutar a sus cuadros para engrosar las guerrillas, al final del conflicto había posibilidades de reconstruir los movimientos.
Pude comprobar, en algunos departamentos de El Salvador, que las familias que retornaban a los pueblos que debieron abandonar por el terror militar (las “repoblaciones”), estaban comenzando a recrear aquellas comunidades de resistencia y lucha, a través de trabajos colectivos y emprendimientos comunitarios. Pero las direcciones de las “vanguardias” les dieron la espalda, se volcaron en la política electoral y no volvieron a contactar a sus bases, salvo para pedirles el voto.
Los Acuerdos de Paz de Guatemala se firmaron en diciembre de 1996, entre el gobierno y la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), poniendo fin a un conflicto que durante 36 años provocó la muerte de más de 200 mil guatemaltecos, casi todos indígenas. Los acuerdos fueron menos ambiciosos que los salvadoreños, siendo uno de los más importantes la propuesta para el reasentamiento de las poblaciones desarraigados por la violencia militar de “tierra arrasada”.
En Guatemala el movimiento popular demoró mucho en reactivarse y los pueblos de raíz maya aún hoy recuerdan con dolor la hecatombe que provocaron las reiteradas masacres de sus poblaciones. Las guerrillas se montaron en una oleada de insurgencias de los pueblos originarios, y cuando arreció la represión se replegaron, quedando las comunidades indefensas ante la brutalidad militar.
Ambas guerras terminaron como habían empezado: por una decisión de las “vanguardias”, sin consultar con los pueblos.
En Colombia se firmó en 2016 un acuerdo entre el gobierno y las FARC que permitió la inserción de sus cuadros y combatientes en la vida política formal. Pero la violencia no paró ni un segundo, ya que los paramilitares y el narcotráfico (engrosados por disidentes de la guerrilla) siguieron haciéndole la guerra a las comunidades, en particular a los pueblos originarios del Cauca. Sólo la Guardia Indígena intenta frenar la violencia estatal-paramilitar.
En los tres casos citados constatamos, de forma muy abreviada, algunas cuestiones en común.
La primera es que las oligarquías siguen al timón de mando, los privilegios se mantienen y las desigualdades crecieron. En tanto, los sectores populares son tan pobres y excluidos como lo eran antes de la guerra.
La segunda es que con la paz ganó el extractivismo, en particular la minería multinacional, y por tanto, se profundizo el capitalismo.
En tercer lugar, las sociedades están siendo desgarradas por la conjunción del crimen organizado, paramilitarismo y despojo, con la complicidad de los estados que no pueden o no quieren hacer nada por impedirlo.
En cuarto lugar, los movimientos se han debilitado, tanto por la guerra como por las consecuencias de los procesos de paz que institucionalizaron los conflictos.
Es cierto que no se podía continuar con las guerras, que había que poner fin a las violencias y masacres. Pero las formas como lo hicieron las guerrillas suena a rendición. En muy poco tiempo se pasó de poner toda la energía en la violencia, a colocarla en las urnas. Había y hay otras opciones.
Lo sucedido en estos tres países contrasta con la política del EZLN, que nunca se ha rendido, no ha entregado las armas, sigue resistiendo y construyendo un mundo nuevo. Es, simplemente, una cuestión de ética. Ni más, ni menos.