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Círculos viciosos de la economía

02 de marzo de 2025 00:02

“El Inegi confirmó el viernes pasado que, en el último trimestre de 2024, la economía retrocedió un 0.6 por ciento respecto al trimestre anterior”, escribe Enrique Quintana (“Radiografía de la caída de la economía mexicana”, El Financiero, 24/02). Agrega: “En tiempos tan inciertos como los actuales, los promedios generales dicen poco. Más que nunca, es fundamental (…) tomar una radiografía a la economía para poder determinar realmente cómo están las cosas”. 

Malas noticias, mal desempeño económico, malos empleos, aranceles latentes… En fin, parece que por más frases de autoayuda convocadas desde las alturas, las cosas duras del empleo y de la economía no mejoran. Lo peor es que seguimos sin definir, con claridad, el necio punto de partida que amenaza por todos los frentes e impide precisar los cómos, la hoja de ruta para crecer más y reducir las desigualdades; para aumentar los empleos bien pagados y, asignatura urgente y no cursada, para alcanzar mayores niveles de inversión. 

El tiempo pasa y la población crece y envejece y exige una seguridad social y una atención médica universales. En suma, la clave perdida para un desarrollo mejor reside en la falta de recursos para financiar la inversión pública y así promover y sostener la privada, así como para asegurar que hacer frente a los compromisos del Estado no implique despojar a los renglones primordiales de la existencia social de los recursos indispensables para apoyar a los vulnerables y abrir campos de aliento a los muchos jóvenes que pueblan el territorio. Los viejos dilemas acosan a los nuevos y no superamos ninguno. 

Se trata de fijar(nos) nuevas reglas de operación del Estado y la sociedad, nuevos referentes mentales para abordar las complejidades del entorno propio y externo. Para formar filas en la defensa de la naturaleza y combatir al cambio climático. 

Estoy convencido de que uno de nuestros problemas básicos tiene que ver con la ofuscación y la incapacidad dominantes en la escena pública; y nuestra proclividad a eludir preguntas elementales: ¿por qué no crecemos? ¿cuál es el criterio rector del gobierno en materia económica? ¿por qué México no eleva su carga tributaria para poder “empujar” la inversión pública y detonar el necesario –urgente– crecimiento económico?, ¿es suficiente la famosa austeridad? 

No está de más recordar que en alguna época, en las décadas previas a los años 80 del siglo pasado, México pudo ir cerrando su brecha de ingreso, en relación con las economías punteras; en 1950 el PIB por habitante equivalía a 32 por ciento del de Estados Unidos, para 1981 era entre 46 y 48 por ciento pero … llegó la crisis de la deuda y lo ganado en 30 años se perdió. En 1994 el PIB por habitante era 37 por ciento del de Estados Unidos, un PIB abatido que no ha podido recuperarse. Para 2022 equivalía sólo a 30 por ciento. 

A este fracaso de visión, de política, de aprovechamiento de las aperturas que sí trajo la implantación del libre mercado, de desperdicio de recursos, en suma de no crecimiento, nociva de por sí, habrá que agregar la desigual distribución de los recursos, accesos y frutos. Peor imposible: lento o nulo crecimiento, escasa disponibilidad de empleos formales y bien pagados, reproducción de desigualdades, aumento de inseguridades y violencias. 

Con todo, es posible salir de la trampa, como solía describirla Jaime Ros: un crecimiento bajo mantiene o agrava la desigualdad y la desigualdad, por su parte, confabula contra el crecimiento. Pero para dejarla atrás es imprescindible no seguir negando las evidencias, asumir con firmeza que no todo está bien. 

Si, por ejemplo, nos planteamos como uno de los objetivos centrales mejorar en calidad y en cantidad los empleos, necesitamos tener tasas de crecimiento superiores a 4 por ciento anual y contar con una disposición de recursos públicos en torno a 25 por ciento del PIB, lo que quiere decir que hay que fortalecer los ingresos del Estado. Esto implicaría reconocer que la pobreza del Estado ha obstaculizado la provisión de bienes y servicios públicos así como las posibilidades de mejorar y aumentar la inversión. 

La reforma fiscal debería concebirse como un primer paso para la reforma financiera del Estado y como una condición ineludible para retomar la senda del crecimiento y mejorar la distribución del ingreso. Como convicción expresa de que al Estado le corresponde asegurar una distribución de los recursos para superar los desequilibrios existentes y, al mismo tiempo, crear las condiciones necesarias para propiciar una expansión productiva sostenida y una distribución social que auspicie la ampliación del mercado interno junto con el bienestar económico y social de la población. 

Ecuación compleja, pero que no pocas naciones han abordado y despejado en su favor.



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