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Trump: mentiras y verdades

01 de marzo de 2025 00:02

En los años recientes, una de las más comentadas facetas de Donald Trump −en el gobierno, después y hoy nuevamente en el poder− es su, para decirlo eufemísticamente, “relación con la verdad”. En algún momento el diario de The Washington Post había contado e informado famosamente que Trump sólo en sus primeros tres años en la Casa Blanca hizo “16 mil 241 afirmaciones falsas y/o engañosas”. Así, con base en esto, el tipo de argumento que vinculaba, sobre todo desde el mainstream liberal, la verdad con la democracia y, por el contrario, las mentiras con el fascismo −de representar a cuál Trump ha sido acusado repetidamente−, se ha vuelto común, y si bien apuntaba a una realidad alarmante, sin ser sometido a ningún escrutinio, degeneró en un tema de conversación banal. 

Contrario a este marco que funde la verdad con la democracia −a menudo a base de una, igualmente discutible, equiparación de la democracia con el liberalismo−, la “verdad”, como insisten algunos estudiosos, no es el fundamento del orden democrático, sino más específicamente del sistema liberal tal como lo ha expuesto, por ejemplo, John Stuart Mill. Pero, mientras la preocupación de ese autor tenía en su centro las instituciones −sólo garantizando la libertad de expresión y la del parlamento se podían producir reclamos “verdaderos”, según él, aunque Mill entendía la verdad más como una “forma” en que se sostenía una opinión que como su contenido, algo que se lograba a través de la justificación−, en las décadas recientes, según la “nueva teoría del liberalismo”, las verdades son, por el contrario, producidas por los expertos (pundits) y “fuentes autorizadas” como The New York Times o el mencionado The Washington Post, que han de ser aceptadas como dogmas por todas las personas del “pensamiento correcto”. 

Si bien, efectivamente, las mentiras de Trump están pensadas para sofocar el debate público racional, al introducir una dicotomía entre la “verdad democrática” y la “mentira no-democrática” (y/o “fascista”) y cerrar las filas en torno a las “fuentes autorizadas” como los periódicos mencionados que en su momento han sido los principales diseminadores de las mentiras gubernamentales estadunidenses usadas para justificar la guerra en Irak o más recientemente de otras, retomadas de la propaganda gubernamental israelí (hasbara) −igualmente nunca cuestionadas ni verificadas−, y que sirvieron para justificar el genocidio en Gaza, lo que hace más bien este tipo de argumento es revelar la existencia y la dicotomía entre las “mentiras autorizadas” y las “mentiras no-autorizadas”. 

De modo paralelo, la orden reciente de Jeff Bezos, desde 2013 dueño de The Washington Post −y otro de los magnates que se ha sumado al trumpismo−, de prohibir las opiniones contrarias a las “libertades personales” y los “mercados libres”, no debe ser vista como “fascista”, sino enraizada en la propia tradición e historia “excepcional” de Estados Unidos a la que Bezos explícitamente con esta decisión y Trump, otro millonario, desde hace años aseguran representar y defender −siendo el mundo de los negocios y del espectáculo la verdadera genealogía de las mentiras trumpistas, no el “mundo totalitario”−, algo que nos lleva a la segunda debilidad de este tipo de enfoque. 

Resulta que las críticas de las mentiras de Trump por “fascistas” con base en, a menudo, las referencias a Hannah Arendt, por lo general malinterpretan el contexto en el que surgió su análisis. Si bien Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, en efecto había analizado las mentiras fascistas como una herramienta fundamental de la propaganda totalitaria, posteriormente su principal referencia para hablar del tema no era el fascismo, sino la propia política estadunidense de la época de la guerra de Vietnam. 

En su ensayo Mentira en la política (1971), Arendt describe lo que denomina como “defactualización”, o la incapacidad de discernir los hechos de la ficción no en relación al fascismo, sino a la manera en la que todos los presidentes estadunidenses en turno mintieron al público acerca de cómo Washington primero apoyó y luego condujo la guerra en Vietnam, algo que se reveló con la filtración de los Papeles del Pentágono en 1971. Así, el principal objetivo de su crítica no eran los fascistas y sus mentiras, sino los “solucionadores de problemas” tecnocráticos y los profesionales encargados −en una democracia− de la política exterior estadunidense durante la guerra de Vietnam, expuestos por los documentos filtrados por Daniel Ellsberg y la prensa de la época, primero, de hecho, por el mismo Post, pero bajo otros dueños y códigos profesionales. 

He aquí donde todo esto se inserta aún más en la actualidad. Arendt, que famosamente idolatró la revolución estadunidense por encima de la francesa, a finales de los 60 se mostró muy preocupada por la decadencia de Estados Unidos y su imperio y la mentira en la política fue, en sus ojos, uno de los síntomas de este (largo) declive. El mismo para el que Trump hoy se presenta como una panacea (MAGA), siendo en realidad su siguiente síntoma, junto con sus mentiras. 

Pero, además de ser un mentiroso, Trump −algo igualmente a menudo ignorado−, de modo dialéctico es también, a veces, un espectacular “hablador de las verdades” cuando, por ejemplo, aseguraba que la invasión a Irak fue un “error” y un “desastre” −alienando tanto el establishment republicano como el demócrata− o cuando, recientemente, anunció que el orden de la posguerra fría ya se acabó (y se necesita una “realineación”) o que la guerra en Ucrania es imposible de ganar por medios militares y que este país “ha de olvidarse de la OTAN”, algo que los demócratas y sus aliados −emulando la negación de Johnson respecto a Vietnam, cosa que sólo Nixon pudo resolver−, sabían bien desde hace años, pero no se atrevían a decirlo.



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