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Cisma en la cima

27 de febrero de 2025 00:02

Los caminos de la memoria son inescrutables. Si algo escapa en la vida cotidiana a cualquier intento de definir lo que hace a un acontecimiento más relevante que otro, a una crisis más severa que otra, sabemos de antemano que la historia no acepta consignas calculables ni remisiones a domicilio. El tiempo presente no es más que ese lapso en que lo sensato reside exclusivamente en admitir que lo único predecible son los avatares de la incertidumbre. Ese momento en que todo umbral se reduce a una condición de posibilidad y el plano innumerable de las percepciones engaña a la mente. 

Es probable que la semana pasada sintetice una de las inflexiones en la escena global más inesperadas e insólitas de la última década y media. ¿O alguien podía haber imaginado que la representante de EU en la ONU votaría junto con Rusia y China, frente a la mirada estupefacta de los delegados europeos, un acuerdo convocando a iniciar las negociaciones de paz en Ucrania? Para asombro de todos, el texto del acuerdo reduce la percepción de una guerra de tres años a la calidad de mero “conflicto”. 

¿Cómo explicar el súbito giro de la política estadunidense que da la espalda a una alianza cifrada en la OTAN –como mecanismo de despliegue unipolar– para sentarse a negociar con Rusia en la soledad de Riad no sólo el destino de Ucrania, sino probablemente, el tablero de un ajedrez que hace tabula rasa de tres décadas de un “Occidente unificado”? 

“Ocho días que estremecieron al mundo” es el título de un editorial publicado por el periódico El Siglo. Una imagen acaso excesiva para describir el crepúsculo de una época que se desvanece ante nuestra mirada. Pero sin duda se trata de un giro de 180 grados. La historia comienza con la desintegración de la Unión Soviética y la disolución del Pacto de Varsovia (antigua alianza militar de los países del este de Europa) en 1991. Le siguió la creación del euro como mo neda viviente de una unificación (que hoy sabemos forzada) y la consolidación de la OTAN bajo hegemonía estadunidense. 

En 1999, ingresan a la alianza militar Polonia, Hungría y la República Checa. El argumento era que requerían protección frente a la “amenaza” que representaba Moscú. Un argumento que en la época resultaba simplemente absurdo. Cerca del año 2000, Rusia atravesaba por una implosión política, social y económica. Varias guerras intestinas mermaban sus fuerzas. Había semanas en que el gobierno central era incapaz de pagar salarios a sus empleados. La pregunta en aquel entonces consistía en si Rusia podría sobrevivir a sus dilemas. 

Entre 2002 y 2017 la OTAN engulló prácticamente a otros 14 países del este europeo; entre ellos Montenegro, que no cumplía con ninguno de los requisitos requeridos por Bruselas para su ingreso. A los generales europeos –y menos a los estadunidenses– los tenía sin cuenta. La OTAN funcionaba ya como un dispositivo de expansión europea de Washington. Dispositivo que sería empleado en las guerras de Irak, Libia y Afganistán. Como resultaría evidente, años después, su cometido central sería vulnerar y, de ser posible, desangrar a Rusia. 

En 2014 la CIA y la franja ultra de la oligarquía ucrania promovieron un golpe de Estado en Kiev. El propósito fue siempre evidente: enterrar la opción de la neutralidad de Ucrania. De ahí en adelante toda la política de EU se empeñaría en promover la promesa de su afiliación a la OTAN. Desde 2015 en adelante, Putin advirtió los límites de la expansión de la alianza atlántica: Ucrania y Georgia representaban, para Moscú, una zona de su seguridad nacional. Washington desoyó la advertencia y apoyó el ascenso de una fuerza rusófoba. Zelensky sería su dócil instrumento. En unos cuantos meses, se prohibió la lengua rusa, se ilegalizaron los partidos políticos que apoyaban la neutralidad y se iniciaron los pogromos contra las regiones del este uc ranio. Washington parecía convencido de que una guerra local debilitaría a Rusia. Y un cúmulo suficiente de sanciones económicas (al final se le impusieron 24 mil) enterraría su economía. 

Pero la historia da sorpresas. Después de tres años de guerra, los saldos se invirtieron con una precisión casi aritmética. Ucrania perdió 8 millones de habitantes, 25 por ciento de su territorio, la parte fundamental de su infraestructura y su economía. El ejército, que resistió asombrosamente la invasión rusa, resultó incapaz de doblegarla. Por su parte, Moscú sorteó la campaña contra su economía apoyado por China e India. 

En 2025, lo último que se puede permitir Washington es un Afganistán en el centro de Europa. Lo insólito es, sin embargo, la sed de guerra de los gobiernos europeos, una sed que inhabilitaba cualquier opción de negociación. Y llegó finalmente el 24 de febrero. El día en que EU dio la espalda a la ineptitud política, diplomática y militar de Europa. 

En Riad se encontraron los negociadores de Washington y Moscú sin la presencia de Ucrania, ni de los gobiernos correspondientes de la OTAN. Como dijo un secretario de Estado del gabinete de Biden: “en geopolítica quien no está invitado a la mesa, forma parte del menú”. De facto, Rusia ha ganado la guerra; falta ver si es capaz de ganar la paz. Sólo el pragmatismo de Washington ha sabido reconocerlo. 

Imposible prever el destino de las negociaciones. Lo cierto es que la escena global está hoy definida por tres grandes potencias. Y la Unión Europea no es una de ellas.



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