Javier Milei asumió la presidencia de Argentina en diciembre de 2023 y se definió como “el primer presidente liberal libertario” en la historia, ideario que, según él, significa “respetar el proyecto de vida del prójimo” tanto en lo económico como en lo privado. Cuando era una figura mediática previa a ser candidato presidencial extendía la explicación de su postura, sintetizada en que “mientras no le jodas la vida a nadie, puedes comercializar con quien quieras y meterte en la cama con quien quieras”.
Sin embargo, el proyecto de Milei ya como presidente no honra esas palabras. La explicación de sus decisiones en el poder no está en la forma en que el mandatario entiende al liberalismo, sino en cómo concibe las disputas políticas. Y ahí es donde el argentino, pese a definirse como un pionero libertario, no tiene nada de original.
Y es que una clave para comprender al presidente es su discurso cuando era candidato, donde interpeló a sectores frágiles (económica o emocionalmente), pero no para augurarles derechos sino para persuadirlos de que la salida a su situación es tornarse en depredadores. Asimismo, Milei recurrió a una fórmula que nunca se fue pese al fin de la guerra fría: el anticomunismo, que, como plantea Ernesto Bohoslavsky, más que una postura contra las ideas marxistas, es una forma de entender al conflicto político e imaginar al adversario.
En ese sentido, el anticomunismo de Milei (similar al antipopulismo, como señalan Ernesto Semán y Julio Aibar) no combate un contenido ideológico preciso, sino que agrega adversarios disímiles bajo un mismo rótulo peyorativo, donde caben desde instancias internacionales como la ONU hasta cuestiones básicas de educación sexual. Hasta ahí no hay nada nuevo: cosa parecida hacían diversas derechas latinoamericanas en el siglo XX. Lo importante hoy, continúa Bohoslavsky, estriba en cómo Milei logró el apoyo mayoritario de jóvenes y pobres, cuya vulnerabilidad acendró la pandemia de covid-19, y quienes vieron en empleados del sector público que mantuvieron sus sueldos en ese lapso a una parte de la “casta privilegiada” del Estado, por ejemplo.
Pero en vez de exigir esos derechos básicos para sí, los mileístas exigen que “si algo no lo tengo yo, entonces que no lo tenga nadie”. Cosa contraria al liberalismo clásico, que interpretó que para ejercer las libertades políticas básicas, era necesario un piso común de derechos.
Otro hecho revelador para entender el proyecto de gobierno de Milei (y también la forma en que ve a sus adversarios) ocurrió el 25 de enero pasado en el Foro de Davos. Ahí resaltó una paradoja. Mientras Milei se ve a sí mismo como un economista de polendas; como presidente de Argentina prefirió emplear un espacio de disertación económica no para hablar del legado de Hayek o Von Misses, sino para lanzar una diatriba propia de la contracultura reaccionaria, al señalar como “enemigos de la civilización y de Occidente” nada menos que al wokismo, feminismo, socialismo y minorías sexuales.
El tono de Milei no difería al de los anticomunismos organicistas clásicos: esos que, desde la Revolución Francesa, interpretan cualquier cambio social o extensión de derechos como resultado de una especie de conspiración a la sombra. De acuerdo con Juan Luis González, biógrafo de Milei, ese énfasis antiwoke del presidente argentino es a resultas de la influencia de dos vocingleros del entorno del presidente: Nicolás Márquez y Agustín Laje, este último negacionista de los crímenes de la última dictadura militar argentina (que acabó con la libertad de vivir de miles de personas) y creyentes de la idea conspirativa de que existe un “lobby LGBT que promueve el odio contra quien piense distinto” (es decir, victimarios homofóbicos que se sienten víctimas).
Resalta que Milei desperdiciara un foro económico único, y en vez de usarlo para tratar de mostrar si ha acreditado al liberalismo libertario desde el poder, mejor lo usó para emitir una salmodia trasnochada contra un espantajo comunista/woke, cosa que harían también sectores rancios del conservadurismo religioso, como Vox en España o Eduardo Verástegui en México.
De ese modo, no sorprende que Milei en días recientes haya sido precursor de una estafa, donde promocionó una criptomoneda que reventó para defraudar por cien millones de dólares a miles de personas, muchas de ellas seguidores del mandatario (si así trata a sus aliados, ¿cómo querría tratar a sus adversarios, sean las mujeres feministas o los “zurdos de mierda”?). Milei no sólo actuó como un tahúr de casino ajeno a su responsabilidad pública, sino que esquilmó a su país, cosa que justifica diciendo que actuó “de buena fe” y como “fanático de la tecnología”. ¿Son esa vigilancia neurótica de los cuerpos ajenos y esa patente para “joder” mediante estafas algo digno de alguien ya no digamos liberal, sino mínimamente sensato?
A las personas en el poder las definen menos sus palabras que sus actos, y en ese sentido, el concepto “liberal” para Milei no es un significante hueco, sino uno retorcido. Para él, “libertad” parece significar estar libre de empatía y escrúpulos, y sentir un orgullo malsano por ello.