La característica más distintiva del mundo actual es el desequilibrio del sistema de relaciones internacionales, que ha afectado a todas las regiones y ámbitos de interacción.
Este sistema se basaba en los acuerdos de Yalta-Potsdam de 1945, la Carta de la ONU, los mecanismos de coordinación regional y el control de armamentos. Ahora, gran parte de este instrumental ha sido destruido. La situación mundial puede describirse con el término “crisis generalizada”.
Esta crisis es el reflejo de desafíos fundamentales al orden mundial, en que ya no gobiernan el derecho internacional ni el equilibrio de intereses, sino el factor de la fuerza y una incertidumbre geopolítica total, con el resurgimiento de la confrontación abierta, los riesgos de una escalada nuclear y el peligro de un conflicto armado directo entre Rusia y la OTAN.
En la raíz de esta crisis se encuentra el total desprecio del mundo occidental por las realidades que surgieron en las relaciones internacionales en los años 80 y 90, tras el fin de la guerra fría. En aquel entonces, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, surgió una oportunidad única para la transformación democrática del orden mundial sobre principios colectivamente acordados, sin barreras ideológicas, basados en el derecho internacional, la cooperación ante amenazas y desafíos comunes, el multilateralismo, el equilibrio de intereses y la seguridad igualitaria e indivisible para todos.
Rusia estaba preparada para este esquema evolutivo de desarrollo de las relaciones internacionales. Defendimos la legalidad internacional, basada principalmente en la Carta de la ONU. Propusimos la idea de formar, junto con los principales países del mundo, una agenda global común. Tomamos medidas para crear espacios de cooperación y asociación conjunta.
A cambio, de Occidente recibimos pretensiones de hegemonía global unilateral, intentos de sustituir los instrumentos del derecho internacional por un supuesto “orden basado en reglas” que nadie conoce. Occidente optó por una política destructiva dirigida a expulsar a sus competidores, fragmentar y dividir el espacio mundial, y aumentar el potencial de conflictos.
El resultado de esta política ha sido el conflicto en Ucrania. Y este no es un acontecimiento fortuito de la década de 2020, sino el resultado planificado de una estrategia occidental a largo plazo para excluir a Rusia de la política global y del desarrollo civilizacional. Como confirmación, podemos recordar las palabras de uno de los arquitectos del pensamiento político occidental contemporáneo, Zbigniew Brzezinski, quien en 1997, en su famoso libro The Grand Chessboard, escribió que EU debía afirmar activamente su influencia dominante en el espacio posoviético, especialmente en Ucrania, haciendo todo lo posible para separarla de Rusia. Según Brzezinski, sin Ucrania, Rusia perdería su estatus de gran potencia, se sumiría en conflictos y guerras, convirtiéndose en un país periférico desde el punto de vista geopolítico.
Lo que ocurre ahora es la materialización de un antiguo plan occidental. De sus resultados dependen no sólo el destino de Rusia, sino el del mundo entero.
¿En qué se convertirá: en un mundo multipolar, donde se escuche la voz de todos, donde dominen el derecho internacional y el equilibrio de intereses, o en uno unilateral, con el colapso de los mecanismos de asociación, la absolutización del factor de la fuerza y el voluntarismo total, basado en métodos neocoloniales? Este es precisamente el dilema que el conflicto en Ucrania está resolviendo ahora.
Rusia, naturalmente, defiende la primera opción. No negamos la importancia de Occidente como polo geopolítico, pero rechazamos el occidentalismo como eje del desarrollo internacional y creemos que la reconfiguración del orden mundial debe avanzar hacia la mayoría global, representada por los países no occidentales de Asia, África, América Latina y el Caribe, fortaleciendo los mecanismos globales y regionales de gobernanza multilateral, desarrollando procesos de integración abiertos como BRICS, Celac, la Unión Africana, ASEAN y UEE, y construyendo una nueva red de asociaciones globales.
Hoy nos encontramos en un modelo de desarrollo transitorio. No hay esquemas simples. Sin embargo, la mayoría de los analistas coinciden en que el mundo se reorganizará en torno a dos opciones: un “despegue suave”, es decir, con enfoques racionales y moderados predominantes, o un “aterrizaje forzoso”, entendido como un colapso. En cualquier caso, después del conflicto en Ucrania, el mundo está condenado a cambiar. Rusia aboga por un “despegue suave”, con un avance firme hacia un nuevo orden mundial justo.
Los acontecimientos recientes, incluidos los primeros diálogos entre Rusia y EU, las conversaciones telefónicas entre los líderes de ambos países, entre los ministros de Asuntos Exteriores y los contactos en Arabia Saudita, los consideramos señales en la dirección correcta: orientados a la paz, la resolución de conflictos y la construcción de un contexto constructivo en las relaciones internacionales. Esperamos que las próximas semanas y meses confirmen estas expectativas.
*Embajador de Rusia en México