Donald Trump intoxicó al mundo con torrentes “nuevos” de odio propio y ajeno, destilado por él y sus esbirros e inyectado con las aberraciones que él piensa y hace. Intoxicó, en tiempo récord, al planeta con amenazas, sanciones e injurias de todo pelaje. Ensució los imaginarios con su palabrerío soez de mafioso inmobiliario, ignorante y petulante. Cada una de sus “ideas” hiede nazifascismo. ¿Es un plan de “guerra cognitiva”? ¿Será esto obra de sus asesores de “imagen”?
Es odio disfrazado de “revolución cultural” que se vuelve nazifascista y culpa a los pobres y a los inmigrantes de las crisis sociales y económicas, provocadas por el propio neoliberalismo, mientras refuerza las estructuras de privilegio de las élites. Artimaña para distorsionar el conflicto de clases y presentarlo como odio horizontal entre sectores de la clase trabajadora. Ese odio de Trump, abigarrado y multifacético, con retóricas de identidad narcisista, proyecta amenazas y jerarquías simbólicas venenosas para perpetuar la hegemonía capitalista.
Tal odio que supura Trump proviene de una mentalidad que se autoerotiza con arrogancias mercantiles, fanatismo e individualismo fermentados entre mercaderes de estilo confrontacional y provocador. Trump disfruta su lenguaje de odio siempre ofensivo, racista, misógino o xenófobo, especialmente contra los “inmigrantes” a quienes estigmatiza con apodos despectivos y acusaciones de “violadores” y “criminales”.
Es un odio rentable para imponer restricciones a ciudadanos de múltiples países y separar a familias en las fronteras sometiéndolas a condiciones inhumanas, como las de los centros de detención. Odio rentable hasta para retirarse del Acuerdo de París y contra la ciencia climática. Odio incluso contra las instituciones democráticas burguesas.
Odio y narcisismo empecinado en atribuirse éxitos inexistentes, mientras rinde pleitesía a sus amigos supremacistas blancos que odian, como él, al multiculturalismo. Odio atesorado por sus mafias de clase, infestadas con el na cionalismo empresarial del “América primero”. Es odio con estilo personal de magnate caprichoso en franca ruptura con los principios de la democracia burguesa, odio macerado a lo largo de su carrera empresarial y su retórica exagerada hinchada con desprecio.
Además, odio hacia ciertas organizaciones internacionales y países con los que sostiene dependencias económicas clave. Odio a Naciones Unidas, a la Organización Mundial de la Salud. Odio a China, acusándola de prácticas comerciales desleales y de ser responsable de la propagación del covid-19. Odio incluso contra Meryl Streep, a quien insultó calificándola de “sobrevalorada” tras sus críticas en los Globos de Oro.
Se trata, pues de un odiador serial que mezcla sus perversiones personales, sus manías empresariales mafiosas y conveniencias polarizadoras para sumar seguidores a quienes engaña con palabrerío de justiciero defensor de los intereses del “sistema”, siempre y cuando le deje ganancias. Un análisis semiótico del odio de clase que expresa Trump hacia los sectores populares debe explorar también las fuentes ideológicas que alimentan cierta semántica del poder y sus retóricas deleznables en el marco de un desprecio social realmente inaceptable. Aunque no se lo puede (o se lo quiere) condenar judicialmente, su palabrerío permite analizarlo desde una perspectiva ética para sancionarlo moralmente.
Desde una óptica semiótica crítica, es evidente que el odio que Trump segrega es incluso altamente tóxico para su propio clan mercenario porque busca afirmarse como baluarte de admiración burguesa y poder represivo capaz de eclipsar el ego de sus compinches y eso es ciertamente peligroso para ellos y para sus pueblos.
Hay que ver el espectáculo macabro entre los egos de mafias en Chicago entrados los albores del siglo XX. Porque es odio de clase que sale de una dictadura ideológica inventada para perpetuar las jerarquías económicas individualistas más aberrantes. Es la moral del amo erigida como fanatismo de méritos personales para despreciar a quienes no encajan en el ideal capitalista, odio contra las clases trabajadoras, contra los inmigrantes y los sectores empobrecidos.
Fábrica de “sentido” para odiar al otro y reforzar una identidad de plutócratas con desprecio hacia los pueblos, especialmente si desarrollan pensamiento crítico y organización transformadora. Es odio de clase que Trump exuda, como si fuese un triunfo moral, para exacerbar un retroceso civilizatorio abrumador parido por la extrema derecha.
Esa práctica de infestar con odio a las sociedades, bajo el disfraz de una “revolución cultural”, tiene consecuencias inimaginablemente peligrosas, en especial cuando ese odio responde a intereses de la industria militar, las mafias bancarias y las jaurías mediáticas, represores todos que se ocultan tras un discurso de “libertad” o “democracia”. Ese odio burgués disfrazado de “revolución cultural” no es otra cosa que la explotación económica que maquilla las contradicciones del capitalismo.
Es odio destilado desde las élites que impregnan a los pueblos “valores” de casta criminal como ejemplo edificante del individualismo extremo, del culto al consumismo y la competencia feroz. Odio institucionalizado para justificar medidas autoritarias, para la deshumanización y la pérdida de solidaridad. Para desorganizarnos y desmoralizarnos, para destruir los lazos de solidaridad.
Hay que desentrañar, semióticamente el modo en que Trump inyecta odio como herramienta para dividir, alienar y desviar las luchas populares, y cómo, en contraposición, se puede construir una praxis revolucionaria basada en la solidaridad, la conciencia de clase y la emancipación colectiva.
Ese odio de Trump no es un fenómeno espontáneo ni aislado, es expresión de la lucha de clases. Odio disfrazado de “revolución cultural” para mantener el control social, en una guerra contra toda transformación que surge de la organización revolucionaria de las bases. Guerra ideológica para combatir los programas políticos populares contra la burguesía.
Para nosotros es crucial una semiótica crítica del odio burgués, pero que sea capaz de recuperar el espíritu emancipador de las revoluciones basadas en la lucha real de los pueblos por la justicia social, la solidaridad y la superación de las contradicciones del sistema capitalista. Porque neutralizar y combatir el odio de Trump no puede provenir de la imitación, sino desde una praxis que dignifique la vida y combata las raíces estructurales eco nómicas e ideológicas de la desigualdad. No podemos quedarnos cruzados de brazos. Está muy claro.