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Austeridad

12 de febrero de 2025 00:04

La corrupción, y con ella el saqueo sufrido en México, dio como uno de sus muchos y funestos resultados el que el agandalle, la delincuencia, el abuso, el robo, la prepotencia y la impunidad se normalizaran, a tal grado que se convirtieron en algo natural en el comportamiento de la clase política y, aunque con indignación y coraje, también en el de una ciudadanía víctima de un aparato que institucionalizó la deplorable frase “el que no transa no avanza”, a la que se sumó en una conducta que responde a la injusticia a la que fue sometida sistemáticamente. Ello construyó una escalera de víctimas y victimarios que enlodó de arriba abajo el tejido social.

Cuando se aborda el fenómeno de la corrupción en México la conversación conlleva de manera implícita, pero no discursada, una carga histórica que se remite a la Conquista y al mecanismo de defensa al que las mayorías tuvieron que acudir como respuesta adaptativa para subsistir, algo que se traslada al inconsciente colectivo y es antepuesto por el señalamiento únicamente de las conductas de figuras que ejercieron cargos públicos y sus secuaces. Más allá de ellas, parece que acciones reprobables de ciudadanos de a pie como la mordida al policía de crucero, el moche para un trámite, o la luz roja no respetada, no formaran parte del ciclo de corrupción del que nos quejamos, pero del que también, sin reconocerlo, hemos formado parte por lo menos en una ocasión. No olvidemos que la corrupción requiere tanto de la existencia del corrupto como de la del corruptor.

Si partimos de que esa escalera de descomposición contagia de arriba abajo, es normal que en el imaginario colectivo queden presentes sólo los actos corruptos que las élites del poder han llevado a cabo, finalmente ellas marcaron la pauta del cauce de inmoralidad al que posteriormente se sumaron otros sectores de la población. Ante la necesidad de terminar con esa inercia de deshonestidad normalizada, surgió con la llegada de la Cuarta Transformación la importancia de construir un modelo de austeridad gubernamental que vaya en la misma dirección que durante tanto tiempo tomó el cohecho, de arriba abajo.

La austeridad republicana es un modelo opuesto al que se normalizó de manera institucional por parte de funcionarios, el dispendio. Pasamos de un modelo de saqueo antes de 2018 a otro de austeridad, con una característica que en su momento Andrés Manuel López Obrador llamó “pobreza franciscana”, en una frase que más allá de lo religioso conlleva un significado social y nos remite a la orden de los franciscanos, cuya principal característica es la pobreza que otorga la riqueza, algo que por más contradictorio que pueda escucharse lejos está de serlo. Responde a la profusión que da el no necesitar más de lo justo para conseguir bienestar.

Francisco de Asís se veía a sí mismo como un caballero al servicio de un señor y una dama; su Señor era Jesús y su dama la pobreza, lo que no significa romantizar la penuria, sino adoptar la pobreza para emular el estilo de vida sin lujos ni propiedades y con lo justo necesario para subsistir para entonces dedicarse a la labor enteramente espiritual.

Si para el gobierno de México su señor es el pueblo y su dama la pobreza, el mensaje de austeridad republicana y de pobreza franciscana puede referirse a que, sin lujos y con lo justo necesario para operar, pueda dedicarse a su labor social. No debe existir gobierno rico en un país empobrecido.

La fórmula es un modelo de austeridad que permita la liberación de recursos para que se entreguen a quienes más los necesitan, además de destinarse a proyectos que generen oportunidades de desarrollo, lo que no estuvo en el interés de funcionaros de los gobiernos que utilizaron el servicio público para enriquecerse con el hambre de los pobres.

Se debe entender que la austeridad no significa no gastar, más bien es no hacerlo en lo que no se necesita para en su lugar dirigir los recursos adonde sí deben ir. Se vigila que los precios no estén inflados y que, por ejemplo, no se compren tornillos de 10 centavos en 100 pesos. No se trata de no utilizar –como parecen desear algunos opinadores– Palacio Nacional, sino de aprovecharlo y dejar de construir “cabañas” en Los Pinos para, en su lugar, abrir sus puertas a la gente y dar sentido a lo que de origen no lo tuvo. La austeridad no es cerrar la llave, sino ponerle un filtro para no desperdiciar.

No se preocupe, estimado lector, por lo que haya leído en chats de tías y tíos que, preocupados, forman parte de los agoreros que vaticinan una crisis económica derivada de un modelo de austeridad que no comprenden. Preocupante sería que en nuestro horizonte se acercara de nuevo aquella sombra del dispendio que durante tanto tiempo se normalizó y a través del cual funcionarios, sus familias, y amistades, usufructuaron los recursos de la nación en beneficio propio y en detrimento del pueblo.



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