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Quinto centenario de la otra reforma religiosa del siglo XVI

05 de febrero de 2025 00:01

Su opción religiosa, contraria a la simbiosis Iglesia oficial-Estado, convirtió a los anabautistas en disidentes políticos. Así sucedió, por ejemplo, inicialmente en Zúrich, Suiza, a partir de enero de 1525 y después en otros territorios católicos o de las distintas ramas de la Reforma clásica.

Aunque los anabautistas ya padecían persecuciones y hasta penas de muerte, el panorama se tornó más sombrío para ellos a partir del 4 de enero de 1528, cuando Carlos V decretó la pena máxima en su contra y elevó la misma a ley imperial el 23 de abril de 1529. Con anterioridad al decreto del monarca y todavía después los anabautistas lograron refugiarse en Estrasburgo donde, si bien no podían tener reuniones públicas sí las llevaban a cabo en privado, de esto tenían conocimiento las autoridades civiles y religiosas, pero decidieron no intervenir para terminar con ellas.

Los reformadores Wolgang Capito y Martín Bucero no estaban de acuerdo con varias posturas de distintos grupos anabautistas que se refugiaron en Estrasburgo; sin embargo respetaron que permanecieran en la ciudad. En 1533 entre las autoridades crecía la inquietud por declarar una fe oficial y obligatoria en el territorio. El 3 de marzo de 1534 recayó sobre los anabautistas la pena de proscripción. La orden decretaba el destierro contra los extranjeros de esa fe, mientras a los ciudadanos que tuvieran la misma creencia se les extendió un plazo de 14 días para salir. Si abjuraban de sus creencias podrían permanecer en Estrasburgo.

Leupold Scharnschlager, originario del Tirol, Au stria, se presentó ante el concejo y el 16 de junio de 1534 expuso, a nombre de un grupo de anabautistas, un escrito en el que justificaba las creencias de los amenazados con expulsión: Llamamiento a la tolerancia dirigido al concejo municipal de Estrasburgo. Para empezar el contraste era muy claro: un trabajador (aunque con recursos por el producto de la venta de sus propiedades en Hopfgarten) se enfrentaba a consumados teólogos. Esta desigualdad no era una excepción, desde el rompimiento en Zúrich de los primeros anabautistas con Ulrico Zuinglio, en enero de 1525, quedó constancia de que el de los “rebautizadores” era un movimiento popular y que en su seno se congregaban personas sencillas que con Biblia en mano se atrevían a desafiar a los doctores en teología.

Leupold inició su alegato con la idea de que era contradictorio querer juzgar las cuestiones de la fe a través del poder de la “espada temporal”. Argumentó ante los concejales que, si eran cristianos, como ellos sostenían, e iban a tomar una decisión sobre temas de la fe, entonces tendrían que poner en práctica el modelo pastoral establecido por el apóstol Pedro:

“Ruego a los ancianos que están entre ustedes que apacienten la grey de Cristo que está entre ellos, y que cuiden de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no como teniendo señorío sobre la herencia” (1 Pedro 5:1). Leupold les hizo una recomendación: “Los exhorto ante Dios, por su conciencia –en la medida en que deseen y esperen salvarse– que sepan comportarse de conformidad con ese deseo de guardarse de la tiranía”. Confundir un papel con otro, o juntar los dos en un mismo cargo (autoridad política/autoridad eclesiástica), les recordaba el jabonero tirolés, trastocaba indebidamente la enseñanza del Nuevo Testamento.

La postura anabautista, sobre sólo bautizar discípulos comprometidos, necesariamente hizo de los disidentes enemigos del orden eclesiástico y político dominante en un territorio determinado, ya fuese católico o protestante. Así pasó por todas partes en las que los poderes religiosos y civiles estaban imbricados, unión que no dejaba espacio para expresión de creencias distintas a la oficial, y protegida por el poder de las armas. En el caso que estamos tratando, el de Estrasburgo, cuando los anabautistas no quisieron sujetarse a la disposición del concejo de la ciudad, en el sentido de que todos los infantes debían ser bautizados y prefirieron el destierro. Una convicción teológica los convirtió en disidentes políticos.

El arma de los anabautistas, puntualizó Scharnschlager, era la persuasión, no la fuerza de la violencia. Incluso afirmó que la cuestión no era qué parte tenía la mayoría ciudadana de su lado, y con ello establece lo que en lenguaje moderno de derechos humanos hoy llamamos derechos de las minorías: “Aun cuando yo y los míos fuéramos 100 mil en la ciudad, sería mejor para nosotros, ante Dios, que nos alejáramos o que nos dejáramos expulsar antes de expulsarlos a ustedes con violencia y provocar así grave escándalo contra el amor de Dios (aunque so pretexto del mismo). Si tienen cristianos ojos del espíritu comprenderán lo que digo”.

Leupold Scharnschlager exhortó a las autoridades para que meditaran sobre las palabras “expuestas por mí y los míos, tómenlas en cuenta y [concédannos] su misericordia, a los que hemos huido de la intolerancia del papado para refugiarnos entre ustedes, permítannos que saboreemos en la honra el pan ganado con nuestras manos. Déjennos vivir y habitar entre ustedes, en su ciudad, libres en la fe y sin violencias ni presiones sobre nuestra conciencia, en asuntos del alma”.

Las autoridades prohibieron la permanencia de los anabautistas en Estrasburgo. Ellos se dispersaron por Europa y defendieron la libertad de conciencia.



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