El TLCAN fue la respuesta neoliberal a la crisis de la deuda, atribuyendo la responsabilidad al modelo de sustitución de importaciones. Para entonces, México ya había liberalizado el comercio: redujo aranceles tras su ingreso al GATT y exportaba libremente a Estados Unidos a través de la maquila y el Sistema Generalizado de Preferencias.
El tratado no tuvo como objetivo abrir mercados, sino facilitar la inversión extranjera directa (IED): eliminó los requisitos de asociación con mexicanos y de contenido nacional, garantizó los derechos de propiedad intelectual y otorgó “trato nacional” a empresas extranjeras. Como resultado, el capital nacional fue desplazado del sector manufacturero, dejando el dominio a las transnacionales bajo la ilusión de que esto llevaría a México al primer mundo.
Entre 1940 y 1982, el ingreso per cápita creció a 3 por ciento anual, duplicándose cada 23 años. En contraste, entre 1994 y 2024, con un crecimiento promedio de sólo 0.65 por ciento anual, tomaría 108 años lograr la misma duplicación. Esta desaceleración ha sido un factor clave en el aumento de la migración, el narcotráfico y el crimen organizado, reflejando una profunda descomposición social.
En 2024, las exportaciones manufactureras representaron 38 por ciento del PIB, mientras las importaciones alcanzaron 45.6 por ciento. Para 2020, sólo 14.3 por ciento del valor exportado tenía contenido nacional; el resto eran rexportaciones. Esto refleja el tránsito de un modelo basado en la sustitución de importaciones, que impulsó un crecimiento sostenido, a uno de “exportación de importaciones”, donde el estancamiento es la norma.
El sector manufacturero mexicano está dominado por empresas transnacionales que innovan en sus países de origen y organizan sus cadenas de suministro para exportar a Estados Unidos. Esto explica el superávit con el país vecino y el déficit con Asia: las multinacionales importan componentes asiáticos, los ensamblan en México y los rexportan.
Los principales productos de exportación manufacturera son vehículos, pero de las 15 armadoras en el país, ninguna es mexicana. En el sector de autopartes, sólo seis de las 30 principales empresas están registradas como nacionales. En electrónica, prácticamente todas son extranjeras y, en maquinaria y equipo, de las nueve grandes, sólo dos son mexicanas.
Este dominio extranjero en la manufactura margina a la ciencia mexicana, ya que la mayor parte de la innovación ocurre en este sector, pero se desarrolla en los países de origen de las empresas transnacionales. Al no necesitar científicos nacionales, se profundiza la desconexión entre el sistema científico y el aparato productivo, limitando la generación de patentes y reduciendo la academia mexicana a la formación de técnicos para ensamble y control de calidad, sin participación en innovación o desarrollo tecnológico. Como resultado, los científicos mexicanos producen principalmente artículos académicos sin impacto en la innovación ni en el crecimiento económico del país.
El T-MEC condena a México al estancamiento al impedir una política industrial autónoma que permita la construcción de un sector manufacturero propio. Sin una base manufacturera nacional sólida, los capitalistas mexicanos siguen siendo rentistas y proveedores del gobierno, en lugar de inversionistas productivos. El crecimiento económico no se basa sólo en la acumulación de capital y habilidades, sino en la capacidad de innovar. La experiencia de Europa del Este y la Unión Soviética muestra que la acumulación de capital físico y humano, por sí sola, no garantiza el desarrollo.
Sin un sector manufacturero nacional que impulse la innovación, México queda atrapado en un modelo donde la inversión sigue lineamientos de las multinacionales, limitando la generación de tecnología y el crecimiento económico sostenible. Sin crecimiento económico, el deterioro del tejido social es inevitable. Las transferencias de ingreso, por sí solas, no pueden frenar este proceso, y los recursos fiscales destinados a ello son insuficientes. Lo verdaderamente necesario es acelerar el crecimiento económico, ya que sólo así se pueden generar las condiciones para el desarrollo y la paz social.
Paradójicamente, no serán los mexicanos quienes pongan fin al TLCAN-T-MEC, sino Washington. Actualmente, Estados Unidos enfrenta una amenaza existencial: en 1994, su producción manufacturera cuadruplicaba la de China, pero para 2024 se ha reducido a la mitad. Su superioridad tecnológica es desafiada por los chinos, y su dominio militar, por los rusos. En este contexto, los aranceles no son simples medidas de presión contra ciertos países, sino una pieza clave de su estrategia para reindustrializarse y recuperar su liderazgo económico y tecnológico.
La estrategia de Estados Unidos se basa en elevar aranceles sin afectar significativamente a los consumidores, ya que las importaciones representaban sólo 14 por ciento de su PIB en 2023. Además, cualquier pérdida de ingreso real podría compensarse con reducciones en impuestos al ingreso, como ya se está planteando. Paralelamente, se están consolidando conglomerados tecnológicos para enfrentar a China, con el respaldo de figuras como Musk, Bezos y Zuckerberg.
En el ámbito geopolítico, la estrecha relación con Canadá, con el cual comparte idioma y cultura, abre la puerta a una posible integración que sumaría 375 millones de habitantes y vastos recursos naturales. Si a esto se añade Groenlandia, con apenas 57 mil habitantes y fácil de persuadir, Estados Unidos podría reconfigurar su hegemonía global.
Para la opinión pública estadunidense, México no es un socio deseable, tanto por la presencia de migrantes no blancos como por la percepción de que, junto con China, ha contribuido a la desindustrialización de ese país. México no forma parte de su estrategia, lo que nos obliga a replantearnos nuestro propio destino y definir un modelo de desarrollo que nos permita dejar atrás la dependencia y el estancamiento.
* Director del CIDE