El uso del territorio cubano ocupado ilegalmente por Washington para encerrar, también al margen de la ley, a los migrantes indocumentados es el más reciente acto del espectáculo de violencia de Estado montado por el magnate para complacer a sus seguidores. Desde que regresó a la Casa Blanca, Trump ha deportado a centenares de personas encadenadas de modos que no casualmente recuerdan a las chain gangs (cuerdas de prisioneros), hoy universalmente condenadas como contrarias a los derechos humanos; ha empleado tácticas extremadamente inhumanas como las cacerías de personas dentro de escuelas, templos religiosos y albergues; ha enviado militares a la frontera y ha machacado con el bulo de que los migrantes son delincuentes, por lo que su expulsión sería un asunto de seguridad pública y nacional. La mendacidad de esta afirmación es exhibida por los datos: por tomar el caso de los mexicanos en Estados Unidos sin los documentos necesarios, sólo 7 por ciento han sido señalados de algún delito, y casi en todos los casos se trata de faltas de tránsito como conducir sin un faro, estacionar en un lugar prohibido u otras infracciones que no constituyen estigma para las personas blancas, pero son usadas para negar el voto a latinos o afrodescendientes, así como para alimentar el discurso de odio contra los buscadores de asilo.
Pese a la criminalización y la puesta en escena de persecuciones implacables, el número y el ritmo de las deportaciones se han mantenido similares a los que prevalecían antes de su regreso al poder. Aunado al hecho de que durante su primer periodo presidencial Trump deportó a menos personas que sus homólogos demócratas Joe Biden, Barack Obama y Bill Clinton, lo anterior indica que no tiene intenciones reales de expulsar a los 20 millones de migrantes en situación irregular que, según él, viven en el país, aunque fuentes más confiables los calculan entre 10 y 15 millones.
En cambio, sus acciones y palabras presentan toda la apariencia de un despliegue propagandístico para galvanizar a su electorado en torno al miedo frente a un peligro inexistente, al mismo tiempo que desvía la atención de los problemas reales de la sociedad estadunidense, desde el desmantelamiento de la educación hasta los tiroteos masivos, pasando por la crisis de acceso a la vivienda, la esperanza de vida más baja entre las naciones ricas o las sobredosis de drogas comercializadas de modo tan legal como inescrupuloso por su industria farmacéutica.
Sólo en el marco de este sadismo institucionalizado se entiende la decisión de enviar a 30 mil migrantes a un campo de concentración y tortura creado para recluir a personas acusadas –en su mayoría, falsamente– de involucramiento en actividades y grupos terroristas.
La reapertura de un símbolo internacional de violación de los derechos humanos es un guiño a los trumpistas que consideran a los trabajadores del Sur global merecedores del mismo castigo infligido a supuestos miembros de Al Qaeda o el Estado Islámico y la medida, además de suponer un costo astronómico para los contribuyentes estadunidenses por la logística de transportar y mantener a semejante número de personas a un enclave aislado, azuza a grupos ya radicalizados en el racismo y la xenofobia.