Hay un edificio en mi ciudad, Pamplona, que es un atentado para los ojos y un puñal para la memoria. Es el Monumento a los Caídos, un mamotreto construido por el régimen franquista en 1942, apenas terminada la guerra, en honor a los muertos en la contienda bélica. A sus muertos, por supuesto, que en este territorio fueron unos 4 mil 500.
Teniendo en cuenta que en Navarra no hubo combates, hablamos de personas que, de forma voluntaria u obligada, acudieron al frente de batalla a morir. Lo hicieron en modo estrictamente inverso a las 3 mil 700 personas que los fascistas mataron aquí, lejos de la guerra, señalados por vecinos, fusilados sin juicio ni posibilidad de defensa y casi siempre enterrados en cunetas y fosas anónimas. De ellos no hay rastro en el monumento que culmina la principal avenida del centro de la ciudad. Es, dicen, el segundo monumento franquista más grande, después del Valle de los Caídos.
El horrendo edificio es el centro de una agria polémica en el seno de la izquierda que gobierna la ciudad. Derribar o no derribar. La justicia poética y un mínimo de gusto estético exigen su derribo inmediato y con toda la pirotecnia posible. La preservación de la memoria plantea más interrogantes.
¿Borrar del mapa edificios ayuda a transmitir lo ocurrido a generaciones futuras? ¿Es posible resignificar un monumento construido a mayor gloria del franquismo? No hay fórmulas mágicas.
En España no se le tocó un pelo a la dictadura y Vox resurge. En Alemania no quedó en pie una sola piedra del Tercer Reich y la AfD está a punto de ser la segunda fuerza.
El pasado y los edificios no tienen agenda propia, todo depende de lo que hagamos con ellos.
El debate de qué hacer con el monumento, en cualquier caso, está trucado de antemano, pues no todas las opciones son, en la práctica, factibles. Una de las fuerzas que apoya al gobierno municipal impone su veto sobre la posibilidad del derribo. Es el PSOE.
Disculpen esta introducción local, pero es inevitable acordarse de esta nota doméstica al observar los fastos con que el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, inauguró recientemente el programa con que, durante este 2025, se va a conmemorar la muerte de Francisco Franco, hace 50 años.
Para empezar, celebrar la muerte de un dictador que falleció en su cama a los 82 años plantea fisuras. Los defensores de las conmemoraciones, que llevan el título de 50 años en libertad, alegan que países como Italia y Portugal también han celebrado el fin de sus dictaduras. El espejo es cruel con España: Italia colgó boca abajo al dictador Mussolini en la plaza Loreto de Milan, Portugal derrocó el régimen de Salazar con toda una revolución.
Dicho esto, que cada quien celebre y llore las muertes como quiera y pueda. De lo que aquí se trata es analizar la pompa y la relevancia que el gobierno ha dado a una efeméride que, en otro contexto, hubiese tenido un perfil bajo, porque el hito fundamental de la transición se ha situado siempre en la aprobación de la Constitución de 1978, la culminación del mito fundacional que ha sostenido el sistema español hasta hace poco. Sólo la izquierda independentista vasca, con un análisis que con los años han hecho suyo catalanes y algunas izquierdas españolas, se situó fuera de aquel consenso.
Pero ese mito fundacional no existe más. Vox, la tercera fuerza parlamentaria, heredera desenmascarada del franquismo, se sitúa fuera de ese consenso histórico que ha definido la política española. La Constitución sigue cerrada a cal y canto para vascos y catalanes, pero no ata ya a la derecha española, que se siente libre de los pocos corsés que le impuso la muerte de Franco. Hasta Felipe de Borbón declinó asistir al primer acto de las conmemoraciones por la muerte de Franco. Hay días que al rey sólo le falta pedir el voto por Vox.
Y como la extrema derecha arrastra al PP, Sánchez ve libre ese carril central de la política española. De ahí la grandilocuencia de los 50 años de libertad. Tiene cierto sentido intentar ocupar en exclusiva ese espacio que el PP deja vacío, aunque no hay que perder de vista que ese consenso interpela cada vez a menos gente.
Pero Sánchez busca también, en gran medida, atar en corto a sus aliados. Evocar a Franco le sirve para mandar un aviso a su izquierda, a vascos, catalanes y gallegos: o me apoyan o regresan los de las cunetas. Sin embargo, la instrumentalización del antifascismo no acostumbra dar buenos resultados cuando la retórica no viene acompañada de la acción. Y lo cierto es que el PSOE ha sido durante este medio siglo el garante de un régimen que, sin negar sus aspectos positivos, también ha blindado a los herederos de la dictadura.
No se han restituido los bienes usurpados, miles de republicanos siguen enterrados en cunetas y fosas, el Poder Judicial mantiene vivo el cordón umbilical que lo une con los tribunales fascistas y el Monumento a los Caídos sigue siendo, ahora mismo, una apología del franquismo en medio de Pamplona.
España es un callejón sin salida del que Sánchez no va a escapar con la ayuda de Franco. Lo ha comprobado esta semana.