Debe recordarse que durante el sexenio anterior se realizaron esfuerzos inéditos en la lucha contra la defraudación fiscal, como la reforma constitucional impulsada por el presidente Andrés Manuel López Obrador para tipificarla como delito grave. En su momento, el entonces mandatario denunció todo un sistema fiscal paralelo e informal conformado por empresas factureras que, durante al menos diez años y al amparo del calderonato y el gobierno de Enrique Peña Nieto, perpetraron una fuga por hasta 300 mil millones de pesos, equivalentes a 30 por ciento de los ingresos de la Federación en ese entonces.
Sin embargo, los esfuerzos del Ejecutivo y el Legislativo con la reforma de 2019 fueron echados abajo por la mayoría conservadora de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que dio patente de corso a los delincuentes fiscales al anular la tipificación del fraude fiscal como delito grave equiparable al crimen organizado. Con su actuación, el máximo tribunal dejó al país a merced de quienes construyen fortunas no a través de la innovación y la creación de valor, sino de la descarada extracción de recursos públicos.
Como se ha señalado en este espacio, es evidente que la defraudación fiscal es una modalidad de crimen organizado, pues se trata de la colusión entre dos empresas –una que desea evadir impuestos y otra que le proporciona los medios para hacerlo– a fin de delinquir en agravio de todos los ciudadanos, que se ven despojados de sus derechos humanos a la salud, la educación, la vivienda, el trabajo digno y otros que el Estado se ve imposibilitado de proveer debido a la merma en sus ingresos. Cabe esperar que la democratización del Poder Judicial, que tendrá lugar a partir de los comicios de junio próximo, despeje el camino para acabar con una de las modalidades delictivas más nocivas para la población.