Es un error, como país y como ciudadanos, no ampliar la atención en materia de asuntos internacionales más allá de la estrecha y predominante relación bilateral con Estados Unidos. No es un espacio que puedan ocupar sólo los estudiosos de las relaciones internacionales. Hay mucho en juego.
La atención sobre las cuestiones geopolíticas claves y sus posibles consecuencias es inaplazable. El segundo gobierno de Trump empieza hoy, con la abierta pretensión de incidir en las corrientes comerciales y de inversión mediante medidas proteccionistas, con la afirmación de intenciones geopolíticas como las ya expresadas en cuanto a Groenlandia, Panamá, Canadá y México, y otros escenarios en los que no se descarta el uso de la fuerza.
Se reafirmará la demanda de una mayor contribución económica de los países europeos al sustento de la OTAN en materia de defensa conjunta, en un momento en que la Unión Europea enfrenta condiciones de rezago económico y tecnológico y profundas fracturas sociales y políticas; los países que la conforman están muy conscientes de su actual desventaja.
La confrontación con China, la otra gran potencia mundial, es una condición insoslayable del entorno internacional y despliega posibles escenarios de conflicto en muchos frentes, entre los que no se puede eludir la confrontación militar.
La intención expresa de la segunda administración Trump, como queda claro en principio, es reposicionar el poder económico y militar de Estados Unidos en el campo global y reforzar la seguridad interna con la mira en la migración, el narcotráfico y el terrorismo. Este asunto tiene, como es obvio, muy diversas aristas.
Ya se ha visto la dirección adonde esto apunta y el peso que tiene en las relaciones internacionales. Aun sin que Trump hubiera tomado posesión se fraguó el apurado y aún nebuloso acuerdo de cese el fuego en Gaza alcanzado apenas hace unos días en Doha. Seguirá, conforme a lo que se ha planteado, la intervención en la guerra desatada por la invasión de Ucrania por Rusia y que se extiende desde febrero de 2022 con grandes pérdidas de vidas y destrucción material. Estas cuestiones tienen ramificaciones relevantes e inciertas en áreas políticamente sensibles como el caso de Medio Oriente y el conjunto de Europa.
Las relaciones con China, que está embarcada en un amplio activismo global, abarcan el control de territorios estratégicos y la extensión de la influencia política, económica, tecnológica y militar. Las tensiones que han ido en aumento entre ambos países apuntan a la intención del gobierno de Xi de afianzar la posición en el estrecho de Taiwán y ampliar significativamente la presencia en regiones del Indo-Pacífico y África.
Otro espacio de las relaciones de poder es el que representa el dólar como moneda de reserva mundial. Esto ha sido denominado un privilegio exorbitante y habría que ubicar de modo objetivo las condiciones y las expectativas de que por ahora esto pudiera disputarse económica, financiera y políticamente de modo significativo. El dólar es una especie de arma económica.
La historia no se repite y su estudio consiste en el reconocimiento de los patrones de su desenvolvimiento. En este sentido una cuestión crucial, que no debe pasarse por alto, es la precariedad de las condiciones existentes en un momento o una época determinada. Nada es permanente. Este es un rasgo esencial de la dinámica social y debe formar parte de la estructura del análisis de los procesos que se observan y de la forma de pensar, aunque los políticos suelen ignorarlo por conveniencia.
En 1989, luego del colapso de la Unión Soviética, se proclamó el triunfo de la democracia liberal y del mercado; así aparecía por vez primera la grandilocuente expresión del “fin de la historia” que hizo famoso a Fukuyama. Poco después, John Mearsheimer proclamaba que se extrañaría la Guerra Fría, en un célebre artículo publicado en 1990. Esto da qué pensar, sobre todo luego del fin del entusiasmo neoliberal que irrumpió en ese mismo tiempo con el llamado Consenso de Washington. Hoy estamos en otra dimensión política y económica que enmarca lo que nos ocupa.
Hay una vertiente en el entorno de las disputas y los enfrentamientos económicos y políticos y que está en la naturaleza de los patrones del desenvolvimiento histórico a los que se ha aludido. Es el de la guerra, y a esto hay que aproximarse con sumo cuidado, de lo que estoy consciente, pero no debe ignorarse. Apenas un par de pinceladas: Mark Rutte, secretario general de la OTAN, declaró días atrás que es urgente adoptar una “mentalidad de guerra” y advirtió que los miembros de esa alianza no están suficientemente preparados para una creciente amenaza a la seguridad por parte de Rusia. Para ello propone reforzar las defensas con mayor gasto y capacidades. “No estamos listos para lo que se nos viene en unos cuatro o cinco años”, ha dicho.
El militar retirado de Estados Unidos y reconocido experto en estrategia H. R. McMasters declaró hacia el final del año pasado: “Hay una guerra económica en curso. Hay guerras reales en curso en Europa y Medio Oriente y hay una guerra acechante en el Pacífico. Creo que la única manera de prevenir que se extiendan es convenciendo a los adversarios de que no pueden lograr sus objetivos mediante el uso de la fuerza”. Estas ideas no están ocultas en la visión de Trump y las posturas políticas y los intereses económicos que representa. Hay quienes explícitamente cuestionan si es que la situación hoy es equivalente a 1914 o 1939. Esto no debe perderse de vista. Es parte de la precariedad del proceso histórico.