En muchos sentidos, se vivirá hoy en Washington un día sin precedente: es la primera vez en la que un delincuente convicto tomará posesión como presidente de Estados Unidos; la primera en mucho tiempo en la que un individuo regresa a la titularidad del Ejecutivo de ese país tras haber estado lejos de ella en el cuatrienio anterior; la primera en décadas en la que la ceremonia principal tendrá lugar intramuros en el Capitolio, sede del Legislativo, y no en la explanada que se extiende frente a esa edificación y la primera en la que el protagonista central del acto azuzó una insurrección armada.
Otro aspecto inédito es que ningún mandatario estadunidense había inaugurado su periodo con una distancia tan grande entre sus promesas –o sus amenazas, según se le mire– y las posibilidades reales de llevarlas a cabo, además de que ningún inicio presidencial había generado tantos temores y rechazos dentro y fuera de Estados Unidos como los que suscita el de este día.
Por esas razones, aunque el lema de Donald Trump evoca el retorno a un pasado tan grandioso como mítico, muchos sectores temen que su segunda administración marque, en cambio, el inicio de la decadencia irremediable de la superpotencia vecina y que sea el comienzo de un proceso de demolición de instituciones, derechos y alianzas externas, y acaso también de la economía estadunidense.
Ciertamente, el programa trumpiano coloca bajo ataque a las mujeres, las minorías y los sectores vulnerables de la sociedad, y ello explica que incontables personas hayan salido el sábado pasado a manifestarse en muchas ciudades del país vecino a expresar su propósito de organizar la resistencia ante lo que se dibuja como un retroceso histórico de los derechos civiles. Para ellos no hay optimismo posible, sobre todo si se toma en cuenta que el regreso del magnate al poder presidencial ocurre en un contexto mundial caracterizado por el crecimiento de las ultraderechas más autoritarias, intolerantes, atrasadas e ignorantes.
Por otra parte, aunque una de las esencias de ese nuevo gobierno es, en los hechos, la entrega de un poder político inconmensurable a un puñado de billonarios del sector digital –Elon Musk, Mark Zuckerberg y Jeff Bezos, los más prominentes–, en los capitales industriales y comerciales estadunidenses hay preocupación por los impactos negativos que las medidas anunciadas por Trump puedan tener dentro del país.
No es sólo que los aranceles con los que el nuevo ocupante de la Casa Blanca ha amenazado a sus socios de México, Canadá y Europa –por no hablar de las medidas proteccionistas que anunció contra las importaciones procedentes de China– induzcan un grave incremento a los precios al consumidor, sino también que las cadenas productivas establecidas entre Estados Unidos y sus socios del T-MEC podrían tener un efecto sumamente pernicioso para la industria local, que depende en buena medida de partes e insumos procedentes de sus vecinos y socios.
Por añadidura, los anuncios de detenciones y expulsiones masivas de trabajadores indocumentados no sólo desembocarían en una infinidad de tragedias personales para quienes sufrieran esas medidas aberrantes e inhumanas, sino que podrían traducirse en un déficit de fuerza laboral y en una caída pronunciada de la competitividad estadunidense ante Asia y Europa.
En México ha generado temor e irritación la aberrante idea de Trump y de varios de sus colaboradores de catalogar como organizaciones terroristas
a los grupos delictivos dedicados al trasiego de drogas, y no tanto por el absurdo conceptual de esa potencial homologación, sino porque, de acuerdo con las leyes abusivas y extraterritoriales de Estados Unidos, ella conferiría a Washington la facultad de emplear fuerza militar en nuestro territorio.
Pero, a pesar de los oscuros amagos que el inicio de la segunda presidencia de Trump proyecta en el planeta, debe recordarse que en la primera éste no pudo consumar la mayor parte de sus amenazas; por lo que atañe a la comunidad internacional, en el balance final resultó ser uno de los presidentes estadunidenses menos belicistas de la historia y, ante México, uno de los menos injerencistas.
Puede discutirse en qué medida esa falta de correspondencia entre las palabras y los hechos forma parte de un estilo personal de negociar –detestable, sin duda–, en qué proporción se debió a un choque inexorable con la realidad y si hoy día se repetirá esta incongruencia o si las nuevas condiciones políticas permitirán a Trump imponer los puntos más nocivos y destructivos de su discurso. Pero en lo inmediato, Estados Unidos y el mundo viven tiempos de zozobra.