La economía crece, el desempleo es el menor de la historia, la inflación está bajo control, pese haber cerrado 2024 por encima de la meta dispuesta (4.83 por ciento contra 4.5 por ciento). Para este 2025, la meta establecida fue de 3 por ciento, con un máximo admitido de 4.5 por ciento, mismo techo del año pasado.
El agro, a no ser por las tremendas oscilaciones climáticas, sigue firme, la industria opera muy cercana a su capacidad máxima. Sin embargo, los sondeos más recientes señalan que Lula da Silva llega a la segunda mitad de su tercer mandato presidencial con un índice de aprobación de 46.1 por ciento frente a 50.4 por ciento de reprobación.
¿La razón? De acuerdo con un buen número de analistas y observadores, por la dificultad del gobierno de comunicar, principalmente en las redes sociales, los números positivos alcanzados.
Las relaciones entre gobierno y el peor Congreso de los últimos 40 años seguirán tensas, pero no tanto como hasta ahora. El cambio en la presidencia de la Cámara de Diputados lo señala.
Habrá, en las próximas semanas, una drástica reforma ministerial, con el objetivo de reforzar alianzas en el Congreso y lograr que avancen proyectos que están en la congeladora de la Cámara.
Es decir que Lula seguirá siendo rehén de los diputados que se alquilan, pero ahora con menos hambre y, al mismo tiempo, rehén de una de las fallas más evidentes del gobierno: la comunicación.
Ambos casos seguirán siendo una de las grandes preocupaciones y uno de los problemas que más atención exigirán de aquí en adelante.
A principios de enero Lula cambió al ministro de Comunicación, el diputado Paulo Pimenta, por Sidonio Palmeira, el publicista responsable por la campaña electoral que resultó en su victoria contra el desequilibrado ultraderechista Jair Bolsonaro.
Otro fantasma ronda sobre Brasilia: ¿cómo serán las relaciones con el gobierno de Donald Trump, que se estrena mañana?.
Lula dice a interlocutores cercanos que espera una “relación correcta” entre Brasil y el país más rico y poderoso del planeta.
La semana pasada, el senador Marco Rubio, hijo de cubanos que salieron de Cuba antes de la victoria de Fidel Castro y la deposición de Fulgencio Batista, y que será el nuevo secretario de Estado de la nación norteamericana, puesto que corresponde al de nuestros ministros de Relaciones Exteriores, habló a lo largo de cinco horas en el Senado, interrogado por los integrantes de la Casa.
Quedó claro que el blanco principal del gobierno de Trump será China. Rubio poco habló de América Latina, excepto para mencionar, con pesadísimas críticas, a Cuba, Venezuela, Nicaragua y Ecuador, mientras despejaba toneladas de elogios sobre el ultraderechista argentino Javier Milei. Brasil siquiera fue mencionado.
Para varios analistas y diplomáticos que filtraron comentarios a los medios de comunicación, de cierta forma este silencio de Marco Rubio ha sido bueno. Frente a la perspectiva de un aislamiento aún más concreto de Venezuela, de la expulsión de miles y miles de inmigrantes latinoamericanos que viven, algunos desde hace décadas, en Estados Unidos, y también de la amenaza de reasumir el control del Canal de Panamá, con las consecuencias imprevisibles pero ciertamente funestas, una relación confusa y tensa entre los dos mayores países del continente sería especialmente preocupante, y sin que nadie hasta ahora se haya atrevido a describir el final.
Con relación a lo que fuentes directamente vinculadas a Lula llamaron de “una relación correcta”, repitiendo lo que oyeron del presidente brasileño, lo que se entendió es que su gobierno está en compás de espera y que no adoptará ninguna medida ni lanzará ninguna declaración hasta comprender efectivamente lo que Trump pretende en relación con América Latina. Al fin y al cabo, toda prudencia, dicen las mismas fuentes allegadas a Lula, es necesaria, bastando recordar el inmenso volumen de intereses comerciales y económicos en la relación bilateral.
Bueno, a partir de mañana se sabrá exactamente qué intentará Donald Trump llevar a la práctica. No queda otra más que esperar.