Estamos disputando el sentido de todo. No son pocos a quienes genera alergia la sola alusión al “poder”. Incluso sin indagar cuál poder, el de quién o quiénes, sus bases y sus alcances. Algunos quisieran que el poder dependiera de la “simpatía” o el “carisma” individual, de la “belleza” o del “ingenio” particular. Otros disfrutan con reducir los secretos del poder al exhibicionismo de los privilegios o de las riquezas de los interfectos. Los hay que se interesan nada en el poder y los hay que ignoran voluntaria, o intoxicadamente, su significado e influencia medular en la vida. Incluso hay quienes creen que se trata de un don extraterrestre. ¿Qué sentido tiene construir y acumular poder?
Lo que no puede hacerse es ignorar que el “poder” debe analizarse como fenómeno social multifactorial que hunde sus raíces históricas en los primeros asentamientos humanos y recorre, desigual y combinado, las estructuras contemporáneas más intrincadas. Analizar el “poder”, en su sentido más amplio y en sus expresiones concretas, reclama comprensión minuciosa de cómo se ha definido y no pocas veces distorsionado. A veces, logro social civilizatorio y a veces, demasiadas, descalabro de la voluntad colectiva sometida a caprichos de secta o clase.
En las comunidades “prestatales”, dicho de modo simplista, el poder se basaba en destrezas de liderazgo en la cacería, la recolección y la organización comunitaria. Quien ejercía el poder oficiaba de mediador, no de dueño, cuya autoridad se limitaba a la expresividad y al ejemplo coyuntural. Un tipo de poder no necesariamente coercitivo, de base consensual y vinculado a la sobrevivencia de una comunidad. Otra definición aparece con el surgimiento del carácter coercitivo en el uso del poder bajo el desarrollo de la agricultura y la sedentarización, donde por múltiples razones, no necesariamente lineales, se establecieron jerarquías. “La división del trabajo implicó la aparición de una clase que controla los medios de producción y otra que produce bajo su subordinación” (explicaron Marx y Engels en La ideología alemana, 1845). Un tipo de poder organizado como control sobre las materias y las personas. La disputa por el sentido del poder está marcada por la lucha de clases.
Hay un tipo de poder profundamente ligado a lo sagrado, desde Egipto, por ejemplo. La Grecia clásica puso su grano de arena en otra forma del poder con dimensión jurídico-política con el surgimiento de las polis. “El poder legítimo debe basarse en la justicia y ser ejercido por los más sabios” (Platón). Aristóteles, añadió su distinción entre gobiernos: “El poder tiránico se ejerce para beneficio del gobernante, no del gobernado”. Y entonces Roma imperializó su idea de poder institucional con la invención de su derecho y, según Cicerón: “La ley es el mayor vínculo de la sociedad civil”.
Esa lógica del poder embriagó a muchas ambiciones que, en la Edad Media, naturalizaron como “autoridad divina” al feudalismo y a sus ideas sobre el reino de los cielos en la tierra. San Agustín de Hipona remata con aquel encanto de la época: “Todo poder proviene de Dios, quien lo otorga para guiar a la humanidad hacia el bien”. Así, el feudalismo y lo que queda de él hasta la fecha anhelan una disolución del poder político, incluso odian al Estado y lo combaten, para que los señores dueños de los feudos ejerzan a sus anchas dominio sobre tierras y vasallos. Y los monarcas no se eximirían de las tentaciones ante semejante lógica del poder que centraliza todo ser bajo el poder monárquico. Dueños de toda vida. Thomas Hobbes les ayudó con su Leviatán (1651): “Sin un poder soberano, la vida del hombre sería solitaria, pobre, desagradable y breve”. Algunos sintieron rubor de tales excesos y ciertas ideas de la Ilustración morigeraron, con cierta crítica, las borracheras del poder y Locke puso un freno intelectual: “El gobierno debe proteger la vida, la libertad y la propiedad; cuando falla, el pueblo tiene derecho a rebelarse” (Segundo tratado sobre el gobierno civil, 1689). Siempre sin el concurso de los pueblos.
Tampoco la democracia burguesa sirvió para revolucionar al poder y garantizar su base social. Y nada como la arrogancia del poder burgués que, con el ascenso del capitalismo, metabolizó y empeoró todas las canalladas ideológicas precedentes. “El poder político, en su sentido estricto, es el poder organizado de una clase para oprimir a otra” (Manifiesto del Partido Comunista, 1848). En la historia del poder se revela la transformación constante de la lucha de clases donde los opresores han inventado perversiones sin límite para infiltrarlas como formas naturales de la organización social, económica y cultural. Camuflajes sin freno para legalizar desde la coerción física hasta el control simbólico, y poner a salvo la dictadura de su poder al precio de desfigurar la historia misma de la especie humana. Uno de los más complejos y fundamentales problemas sociales del presente es la transformación de las relaciones sociales, económicas y políticas que nos urgen praxis contra el modo de producción capitalista. Ahora queremos “para todos todo”.
Sí, el poder debe ser absolutamente transformado en su ser y su modo de ser. O es de la comunidad o será más de lo mismo y ya basta de eso. No debe significar forma de dominación de una clase sobre otra, por más dulce que se lo maquille. Será nuestro poder para emanciparnos, para asegurarnos igualdad de condiciones, para darnos en colectivo lo que la colectividad necesita uno por uno, una por una. Poder nuestro para dirigir el sentido y los alcances de los medios, los modos y las relaciones de producción, subordinados al bien de todos. No una abstracción, sino una forma concreta de justicia, de moral y ética, no solamente basada en la economía. Mandar obedeciendo.
Esto incluye crear otro poder simbólico capaz de expresar la fuerza de las ideas, las luchas, los valores y las representaciones que legitiman y afianzan las nuevas relaciones sociales sin explotación ni dominación. Necesitamos otro poder simbólico de las masas populares para desmontar las ilusiones que sostienen al poder burgués. Un poder simbólico nuevo nacido de las profundidades sociales para dignificar las relaciones donde los pueblos adquieren conciencia colectiva de su hegemonía cultural, como cualidad emancipadora contra toda forma de explotación. Poder simbólico nuevo para construir un camino seguro hacia la emancipación material y también ontológica. Y un mundo, sí, donde quepan muchos mundos, felices.
*Doctor en filosofía