Ante la perspectiva de encarar y perder una moción de censura en el Parlamento, el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, renunció al liderazgo de su partido, el Liberal. En el sistema político de Canadá, ello implica también su dimisión a la jefatura de gobierno, aunque seguirá en el cargo hasta que su formación elija un nuevo dirigente. Desde hace meses, Trudeau enfrentaba crecientes presiones dentro de su propio partido para que renunciara y permitiera la elección de un nuevo líder con mejores perspectivas en las inminentes elecciones, a las que los conservadores llegan como grandes favoritos.
La popularidad del primer ministro estaba lastimada de tiempo atrás, por lo que desde 2020 se había visto obligado a gobernar en alianza con otras fuerzas políticas mediante frágiles acuerdos que se volvieron insostenibles. Desde el inicio de su administración de casi una década, el gobernante se vio golpeado por escándalos éticos como entregar la gestión de un programa gubernamental a una organización vinculada a su familia, violar las reglas federales sobre conflictos de intereses o la revelación de que en su juventud se disfrazó como un hombre negro para una fiesta, práctica conocida en el mundo anglosajón como blackface y considerada una grave afrenta entre los sectores progresistas que eran su base de apoyo. Al debilitamiento de su figura se sumó el descontento con la inflación y la incapacidad para cumplir grandes promesas de campaña.
Por último, no puede desestimarse el desfiguro protagonizado cuando voló para reunirse con Donald Trump en su mansión pese a que éste aún no es el presidente estadunidense en funciones; es decir, que dio a un particular la misma dignidad que posee su investidura y apuró un gesto de sumisión de Ottawa al próximo gobierno republicano. Lamentablemente, es poco probable que el sucesor de Trudeau revierta este alineamiento: desde que el magnate comenzó a amenazar a sus socios del T-MEC con imponerles aranceles desorbitados si no se pliegan a sus exigencias en materia migratoria y de combate al narcotráfico, la clase política canadiense adoptó (sea por oportunismo o por racismo) la estrategia de darle la razón en todo a Trump y culpar a México de los problemas que Washington se niega a resolver en su propio territorio.
De hecho, la plataforma electoral conservadora tiene de ejes centrales la xenofobia, con la familiar mentira de que hay un flujo humano sin precedente cuando en realidad se han cerrado las puertas a los peticionarios de asilo, y la reversión de medidas para paliar el cambio climático, a las que responsabiliza por el aumento en el costo de la vida. En suma, una coincidencia ideológica con el trumpismo y la ultraderecha mundial que llevaría a la claudicación de Ottawa frente a Washington.
Este rumbo difícilmente resolverá los verdaderos problemas de los ciudadanos de a pie, pero sí tendría importantes consecuencias internacionales, en particular para México: con Canadá reducida a un instrumento dócil de su poderoso vecino, las relaciones norteamericanas serían en realidad un vínculo México-Estados Unidos, lo cual supondría un desafío adicional a la delicada tarea de defender la soberanía cuando se es vecino y principal socio comercial de la superpotencia.