Los explícitos intentos por parte de la extrema derecha en el mundo de apropiarse de algunos conceptos que desarrolló el marxista italiano Antonio Gramsci −como por ejemplo la “hegemonía”−, han de constituir uno de los más interesantes y paradójicos desarrollos ideológicos de los últimos años. Si bien ciertas partes de la izquierda posmarxista (Mouffe, Laclau) ya han hecho mucho para simplificarla y “fetichizarla” (t.ly/vClZH) −siendo estas deformaciones fruto de dudas y debates más amplios en tormo a cómo interpretar y situar el legado político e intelectual de Gramsci (t.ly/Qcyzj)−, los afanes de los posfascistas italianos o los conservadores estadounidenses de acaparar este término y convertirlo en una base de sus políticas constituyen un caso aparte y resultan a la vez sintomáticas para los vacíos de la propia izquierda.
Aunque sobre todo a partir de la revolución cultural de 1968 Gramsci fue un objeto favorito de las críticas ideológicas de los diferentes sectores de la derecha en diferentes países que denunciaban la “penetración cultural marxista encubierta” en sus sociedades (t.ly/bv-sK), la peculiaridad del giro actual −que sigue los pasos del filósofo francés ultraconservador Alain de Benoist, el pionero del “gramscismo de derecha” (t.ly/Hm6SP)−, consiste en que se trata de una “apropiación positiva”. Esta operación despoja a Gramsci de su marxismo y al traducir sus ideas al lenguaje de las “nuevas derechas” se centra en la redefinición del terreno del conflicto político y en la construcción de una “hegemonía cultural” en un afán de alcanzar o afianzar el poder.
Un buen ejemplo de esto es la extrema derecha italiana convencida que la izquierda en su país consiguió después de 1945 dominar las instituciones culturales y obsesionada −ahora que está en el poder− con revertir esta situación. Desde 2022 Giorgia Meloni determinada a construir una nueva “hegemonía cultural” de derechas asignó esta tarea a personas de su confianza, muchos provenientes del Movimiento Social Italiano (MSI), un partido post-mussolinista, como el actual ministro de cultura Alessandro Giuli, autor de un libro Gramsci vive (sic) (t.ly/iT4n3).
Igualmente en Estados Unidos los “guerreros culturales” del Partido Republicano, intensificando sus esfuerzos −también por la vía legislativa en los estados como Florida− para asegurar una dominación blanca, nacionalista y cristiana frente a lo que perciben como “una amenaza de la izquierda woke”, recurren a las ideas de Gramsci como una hoja de ruta. Igual que en el caso italiano, el encargado de esta operación en Florida, Christopher Rufo ha invocado repetidamente a Gramsci, pero igual que en Italia hablar de la “dominación del marxismo cultural” que urge revertir apropiándose de sus propias estrategias es, en buena medida, una invención conspirativa de la propia derecha (t.ly/55Ni7).
Aun así, resulta sintomático que en ambas simplificaciones, tanto desde el posmarxismo como desde el posfascismo, la “hegemonía” que Gramsci veía como una relación en la que un grupo dentro de una clase o una clase dentro de la sociedad ejerce un liderazgo intelectual/moral sobre las otras y un instrumento de la subjetivación politica desde abajo (Selection from Prison Notebooks, 1971, p. 57-58), queda reducida solo a un “dispositivo que produce el poder” y una herramienta de sujeción y control desde arriba.
Fetichizada así y movilizada por la extrema derecha al servicio de una lucha ideológica y cultural −los teóricos del populismo, al menos, la instrumentalizan con tal de obtener rendimientos políticos coyunturales−, la “hegemonía” se convierte en una suerte de ideología, mientras Gramsci la concebía claramente como una forma concreta de organización, viendo en ella uno de los logros históricos de la burguesía occidental (con sus famosos ejemplos del éxito de la burguesía francesa en liderar la sociedad y el fracaso de la italiana en ello).
Curiosamente se podría argumentar que es justo lo que pretenden hacer los ultraconservadores italianos o estadounidenses al tratar de poner su ideario “de vuelta en su lugar”, pero el “culturocentrismo” y el carácter exclusivamente reactivo y defensivo de su proyecto político −dominado, como bien subraya Enzo Traverso, por el espíritu del Kulturpessimismus (t.ly/1Gwdt), en contraste por ejemplo con la apropiación revolucionaria (sic) de Gramsci por de Benoist−, priva en sus manos (igual por suerte) a la “hegemonía” de su verdadero potencial.
Aun así, la gran ironía de la actualidad es que en la política cotidiana es la derecha que se preocupa más por Gramsci y la política hegemónica que las fuerzas progresistas enfrascadas en el cul de sac del “identitarismo” (t.ly/CoKKO). Un buen símbolo de este giro en EU es Pete Buttigieg, el secretario de transporte en la administración de Biden, hijo de Joseph, un eminente estudioso de Gramsci, que por completo dio la espalda a esta tradición (t.ly/kOc-Y).
Ya en 1990 en su opus magnum Ciudad de cuarzo, Mike Davis criticando al Partido Demócrata que en medio de los llamados por “más pragmatismo” y “centrismo” abandonaba sus bases populares en Los Ángeles para fijarse en los votantes de los suburbios −el proceso que siguió y que constituyó en efecto “una salida de la política” (t.ly/kR5hc)−, mientras los cristianos evangélicos hacían todo lo contrario, lamentaba que los conservadores tenían un entendimiento mucho mejor de Gramsci que la izquierda y sabían ejercer “una politica hegemónica moralmente coherente” (p. xviii). Una crítica que recuerda el dictum de Walter Benjamin que “los conservadores a veces ven más” que la izquierda o los liberales y que parece aplicar también −más allá de lo errático y superficial de estas apropiaciones−, al caso de Gramsci.